Cuentan en el pueblo
que hace muchos, muchos años,
vivía allí un joven
algo esquivo, algo extraño,
él pasaba sus jornadas
por el bosque caminando,
trepándose a los árboles,
susurrando en solitario.
Su casita era una choza
derruida por el clima,
la boca, el silencio,
su voz era un enigma,
nunca nadie había hablado,
nunca nadie se atrevía,
de lo salvaje, el muchacho
hacía eco, hacía vida.
Más la miseria y el hambre
un día llegaron al pueblo,
y cada hombre, cada niño,
cada mujer a su encuentro,
no había más trabajo
que el de encomendarse hachero,
quince horas de trabajo
para tan pequeño sueldo.
El joven ermitaño
desapareció por un tiempo,
pero una tarde volvió
a fuerza de estar hambriento,
traía un hacha en el hombro
y en los ojos, sufrimiento,
al pasar todos lo miraron
como si hubiera pasado un muerto.
Tomó el hacha en la mano
con una mueca de desconsuelo,
acarició penando al árbol
con caricia de hermano bueno,
cerró los ojos llorando,
afirmó los puños en el madero
y en un golpe de ruido seco,
hacha y hachero fueron al suelo.
Qué desdicha la del hombre
que para no morir de hambre
doblega triste el corazón,
rompe sus santos ideales,
aún sabiendo que al hacerlo
quizá la muerte le acompañe,
pero si igual se ha de morir
más vale el hambre a otros males?
Cuentan en el pueblo
que al levantarlo de la campada
éste se hallaba muerto
entre lágrimas saladas,
y al llevarlo entre los muchos
para enterrarlo junto a su casa,
descubrieron horrorizados
un hachazo ensangrentado
hundido fino en su espalda.