Antes de partir
me dijo que me amaba,
que él llamaría
una vez que llegara,
que iba a ser mejor,
que nada me preocupara,
y hoy sus palabras hacen eco
en el hueco de mi pecho
desde hace diez semanas.
Me bebí
lo que se dice 3 barriles
de tristeza y sus candiles
que no se mezclan con nada,
me recogí
el alma de pena
en esas noches eternas
de locura atrapada,
y en el borde de las nubes
un grito me contuve
de ira enjaulada
con esa cruel sospecha
de mentira que aprieta
en la copa acabada.
Me reí de mis miedos
en un trueno de confianza,
decidí aferrarme a tu voz
y guardar la esperanza,
pero como las tormentas
que al cielo amenazan
me duró un día la luz
y después fue mi cruz
tu nombre en la almohada.
Y volví
a caerme en el lodo
si es que hay algún modo
de definir la estocada,
pregunté
a María santísima
y rogué a la mismísima
que no te haya pasado nada,
y pensando en tu suerte
y mi angustia elocuente
me rajé la coraza,
disfrazando de excusas
y de falta de musas
el llanto en mi cara.
Me compré
un pañuelo más grande,
un tamaño que ande
a mi existencia nefasta,
y jugué
a encontrarte en la luna
pero no hay cosa alguna
que apacigüe tu falta,
y yo que aún te creo
con mis besos de duelo
silencié la pregunta,
de saberte diferente
al resto de la gente...
o más igual que nunca.