Pedro Verlaine

Un conjuro a Cénit Barker

I

Dejé caer la mano sobre el círculo

que me inducía a otra dimensión,

primero fue mi cuerpo desmembrado

sobre el a veces sueño de tu cuerpo,

y luego fue la sangre y el aroma

disperso en el lugar de un mismo viaje,

la misma puñalada en los costados

y los entonces pétalos y cirios

marchitos sobre el rostro de un gran muro

propagando el silencio y la plegaria

y la queja dispersa en el resumen

de todo lo que hablé y me fue escuchado.

 

II

Visualicé tu abdomen, heredero

castísimo del vello de mis piernas

y el azul naufragante de mis ojos

como dos velas muertas en un cuarto

atestado de cruces y de escarcha,

pero entonces la sombra colosal

y el clamor de Laksmí como una escoba

sobre mi espalda, apareció avisándome

del nuevo intruso; el mismo viejo llanto

que antes te contagiaba con sus risas

ahora se atrevía a despreciarte

en forma de pintura a blanco y negro.

 

III

Y por eso te digo: ven y escucha:

Retrato mío, frente pulcra y nítida

a la que acudo desde el barro harinoso;

colócate las medias y el anillo

del color de las lilas porque he vuelto

para clavar la espada en el portal  

y en el pecho que tienes (que es el mío):

ven a volar encima de estas flores

que he podado desnudo para ti,

ven y anida tus labios en mis ramas

porque otra vez la noche te ha elegido

para amparar tu piel en el espejo.

 

IV

Ahora vete, vuelve a tu disfraz

que sin duda maquillas con albahaca

y fotos de amapolas bajo un muelle,

déjame arar la grieta y esparcirme

como agua santiguada en los pasillos

de la iglesia sombría que forjé

con tu nombre y el mío en las paredes,

déjame introducir mis uñas negras

y mi lengua de mudo a tu costado

cada vez que lo ordene y lo pronuncie

de manera secreta y fiel: ahora

y en la hora de nuestra muerte, amén.