Diegara

Desvelos.

I

 

 

Silban de madrugada los petirrojos.

Los siento bailar en mis párpados cerrados.

Me doy la vuelta

aleteando con mi frazada

y del otro lado,

busco el espacito frío.

Mi almohada baila a mi alrededor,

resuenan los resortes de cama por la inquietud.

El viento de la noche galopa en mi puerta.

Enciendo mis ojos en medio de la penumbra.

Me levanto a la cocina,

abro el grifo,

sirvo agua en un vaso,

lo cierro

y a medio camino

se suman las gotas.

Se incorporan al corso.

(Claramente mi sugestión es cómplice).

Vuelvo a mi habitación para lograr la proeza de dormir

y aunque en las bolsas de mis ojos

se columpian mis sueños más cansados

y a pesar de que los cierro,

mi mente sufre de una mano diciéndome adiós.

 

 

 

II

 

 

Me duelen las rodillas.

Tres días, ciego de madrugada,

golpeándome con la misma mesa.

La misma rutina se mueve alrededor de mi noche:

Los mismos pájaros,

la misma puerta,

el mismo vaso,

el mismo grifo,

las mismas gotas.

¿Algo cambió?

La mano.

La izquierda pero no la misma.

No importa.

Siguen despidiéndose de mi.

 

 

III

 

 

Ya no hace falta encender la luz. Vino sola.

Ya no es necesario el golpe en mis rodillas. Vi la mesa.

No suena el cantito de los petirrojos. Escucho la ciudad;

pero cierro los ojos y sigue el adiós,

aunque esta vez sean tres manos.

 

 

Diego Ramírez Iriarte.