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Carmen, espiga de trigo,
botón de rosa temprana,
muchacha de la sonrisa
triste por la orfandad,
que lejos tú te me has ido
que cerca tú te me estás.
Te has escapado, niña,
del aquel rectángulo gris
que salpicara la tarde
con las lágrimas de su adiós
porque quiso octubre apurado
antes del gélido invierno
guardarte entre las flores
de tu corta primavera.
Carmen,
sé que te debo
un diálogo prolongado,
como el de antes de la leucemia,
como el que siguió a la partida
entre aquellas lozas frías
donde no hubo un domingo
sin flores en tu jarrón.
No te preocupes, Carmen,
por tu voz adormilada,
sólo repite (a veces)
aquel gesto tan tuyo
con el que solías apartar
el oro intruso que bajaba desde la frente
hasta la esmeralda de tus ojos.
Te imagino escuchando atenta,
con la mirada burlona,
con cara de virgencita,
pícara, chiquilla mimada,
tierna y dulce carmencita.
Pero me gusta que rías
y te contaré historias tontas
de ideas ya concebidas
Carmen, princesa encantada
de la quimera perdida,
si un día te despertaras
de ese centenario sueño
encontrarás de hinojos
al estudiante universitario,
amigo de tus hermanos,
que confesó entre lágrimas
que también él te quería.
Carmen,
pudieras ser hoy
profesional destacada,
célebre en el arte o la ciencia,
sencilla, espontánea, franca,
humilde, sin artificios.
Serías hermana querida
sin la razón de la sangre,
amable amiga, comprensiva
que caminara a mi lado
y entre recuerdos distantes
volveríamos al columpio
abandonado de tu jardín,
revolcaríamos, otra vez, curiosas
el baúl desordenado
que guarda fotografías borrosas
de ancestros allá en la Europa
triste por la cruz gamada.
Carmen,
te he buscado
en lugares insospechados
sin darme cuenta que estabas
a mi costado prendida;
por eso nunca he podido
dormir sobre el lado izquierdo
ni evitar la nostalgia
ante el paso de adolescentes
que entre murmullos y risas
confiesan sus ilusiones.
Carmen,
dormiré esta noche
entre madejas del tiempo
para seguir charlando mañana
de temas reconstruidos.