Esta es mi cuidad, mi terruño, mi hábitat, aquí, en un lugar perdido entre las montañas escondidas Cuenca-Ecuador, surge mi historia
Una niña común y corriente, nacía en la década de los 70. Desde pequeña, soñadora con un mundo de paz, hipersensible a las maldades mundanas, pacifista en todo sentido.
Era esa casa grande, donde un antiguo patio en una mañana soleada jugaba despreocupada (este es mi más antiguo recuerdo). Una tubería de un canal del techo, donde los sostenía una brida y un candado; yo golpeaba y su sonido de címbalo hacía eco en toda su estructura.
Fuera de casa, una ciudad que transporta al pasado, colonial, hermosa y sorprendente. Desde siempre amé encontrar mis raíces incaicas. Curiosidad despertaba más allá de los libros de historia entre el crecer de mi feliz infancia.
Un paseo a esa vieja calle, en la loma donde hacía sus confines la ciudad, estaba yo con mi madre, en no sé qué estaría yo ahí, porque solo se me grabó el viaje, mas no el objetivo. Calle “culebrienta” donde solo existían casas de adobe, donde uno olía el aroma a leña, a ollas de barro en las que el infaltable mote hace un exquisito menú cuencano. Visitábamos a doña Lucrecia, que con sus maravillosas historias, transportó mi espíritu a fantasías llamadas pasado. Ella desde ese santuario que vigila el crecimiento de tan bella cuidad, fue testiga de las más escalofriantes experiencias paranormales. Cada noche, a eso de las 6 de la tarde, la gente solía dormir, ya que la luz del sol abandona las ventanas, pero los ruidos de la noche hacían ahuyentar el sueño. Un espectro se paseaba a las afueras de la casa, y los que lo veían no vivían para contarlo. Dice la leyenda que aquel personaje fue víctima de una maldición, ya que el padre de la doncella se negó rotundamente dar la mano de su hija en matrimonio, ya que este era pobre, y el padre la quería desposar con un adinerado poderoso habitante de la pequeña ciudad en crecimiento. Al no poder con su hija quien ya había concebido niño en su vientre, decidió desquitarse y acudió a los espíritus de las montañas. Dicen que un brujo, existía en un viejo cerro (del cual nadie sabe su origen ni su fin), que entregó una pócima que consistía en envenenar a la mártir, pero si se trataba de un amor verdadero, advirtió, al sayón, su alma nunca descansaría, y eternamente atormentaría con sus gritos de dolor a todos los habitantes del lugar y si cruzaba su mirada, moriría.
Don alejo, un viejo herrero, forjador y artífice de crucifijos, gallos de metal, herraduras, cerraduras, llaves de portones, y hasta pequeñeces que adornan las casas, típico estilo de la época, montaba su caballo a diario para dirigirse a Las Herrerías, barrio tradicional de Cuenca. Contaba la odisea de la inundación de los cincuentas, donde el “Puente roto”, roto no era, y un torrencial aguacero lo derribó y con ello, casas, un antiguo camal, la iglesia tradicional de “El Vergel”, sucumbían ante la furia de la naturaleza.
Ya adolescente, encontré aquel libro, un tesoro escondido en la vieja biblioteca de mi casa. Era una maquinita del tiempo, la nave que me llevaría a ese mundo de sueños. Abrí y miré, cientos de fotos de mi querido país de antaño. Interesantes lugares, seductoras historias, pero lo inimaginable estaba por suceder. El hechizo del libro me atrapó en una brillante luz y me absorbió hacia ese pasado. Me encontraba en una vieja calle, donde mi más anhelado sueño se convertía en realidad. Habitaba en las raíces mismo de la historia. Un hombre, sentado en la puerta de su casa en la “Estevez”, fue mi primera persona guía de mi confusión.
- ¿Dónde estoy?
Con sutil mirada, pero dominante y una risa inocente dijo:
- En Cuenca, ¿dónde más?
- Estoy perdida, ¿dónde puedo comer?
- Acá, a la vuelta, donde doña Blanca.
- Gracias.
Miré en mis bolsillos y el dinero era unos pocos sucres, a lo que pensé que no me alcanzaría para nada.
- Ya donde doña Blanca, pregunté “a cómo está el platito”, a lo que respondió.
- A dos “riales” (reales).
-¡¿A cuánto?!
- A dos “riales”, veinte centavos (de sucre)
En ese instante me puse a contar el dinero, y me di cuenta que tenía más de quinientos sucres, una fortuna. El problema fue que no concordaba el año de mis monedas con el año en el que estábamos.
-¿Qué fecha es?
-Dieciocho de noviembre de 1948
Casi me desmayé del impacto, cómo regresaría a mi mundo actual, pero decidí no pensar en eso y disfruté de la sazón de doña Blanca y seguí mi camino.
Caminé sin rumbo, maravillada de los cambios que estaban en mi cabeza del presente, y yo atrapada en el pasado. Cuántos cambios, los trazados de las cuadras casi vacías pero ahí estaban. Una carrosa, tirada por un caballo, era increíble ver esta escena. Creí que no existían aún pero un automóvil, al que hoy le llamamos clásicos, se acercaba. Me quedé atónita mirando a ese personaje, con su traje pulcro, un gran sombrero, mirada orgullosa, como era el único que viajaba en este medio de transporte. Bueno, era cuestión de tiempo, después pude mirar más autos, pocos pero ya habían.
En general, todos hombres y mujeres vestían de sombrero, los hombres leva y pantalón formal, las mujeres en su mayoría la pollera, símbolo de lujo de las mujeres ricas, que se generalizó con el tiempo.
Caminé hacia el río Tomebamba, mucha gente agolpada a sus orillas y en medio de él, hacían sus actividades cotidianas: unas damas en pollera lavaban la ropa, otros pescaban, niños jugando, era una escena increíble. Me encontraba en los confines de la cuidad, lo demás era una combinación de bosque, quintas y casas humildes y pequeñas se perdían en el paisaje.
Rodeé la ciudad, caminé y solo se trataba de un valle vestido de casas que terminaba en un abrir y cerrar de ojos. Huayna- Cápac (la avenida) no existía, eso al este. Por el norte, la ciudad solo llegaba hasta la Rafael María Arízaga, pero también se podía ir lejos a disfrutar de la chicha de jora a la loma de Cullca, barrio tradicional por esta bebida. Por el sur, poco sobrepasaba el río Tomebamba, y por el oeste hasta San Sebastián.
Me senté en la placita, luego me acosté ya avanzada la tarde dormí agotada de la aventura. Al poco rato, desperté sobre mi querido libro, ese tesoro que encontré en mi vieja biblioteca.