Hugo Emilio Ocanto

Asalto en la plaza

Esta mañana temprano

aconteció un hecho muy

extraño en pleno centro.

Insólito, auténtico.

Dramático, de terror.

Pensé que me iba a fallar

el corazón. Me descompuse.

Y hasta me desvanecí.

Aunque después de ello,

fui socorrido por unos amigos.

¿Amigos?... Y, sí, aún ante el suceso

debo seguir considerándolos amigos.

Amigos de la infancia,

de la adolescencia,

amigos que perduran

a través de los años.

Hasta ahora, que ya

hemos llegado a la madurez.

A nuestras muchas, muchas

y reales décadas

en nuestra existencia.

Una mañana distinta,

no por mi casi diaria caminata,

sino por lo que pasó

en el transcurso de ella.

 Lo relato, ahora, más tranquilo...

a pesar de lo que sucedió.

Lo pienso, y me da la impresión

de que viví un sueño...

un sueño terrorífico,

pero el caso es que fue real.

Si ocurriese algo similar

a lo acontecido,

seguro estoy de no

poder relatarlo.

Tal vez porque me daría

un infarto, o... qué se yo...

Voy al hecho.

Muy cómodo de vestimenta,

y con zapatillas,

pasaba en ese momento

por nuestra plaza

San Martín tratando

de cruzarla en diagonal.

Al llegar a la mitad de

ella, decidí sentarme

en uno de sus bancos

un par de minutos,

y tomar unos tragos

de agua de mi envase portátil.

Ya sentado, a los pocos minutos,

no habrían pasado más de dos,

se sientan dos fulanos,

uno y otro sentados

en mis costados.

Los miré, y tenían puesta

cada uno, una media que

les cubría el rostro.

Me llevé el gran julepe.

Quédate quietito y no digas

una sola palabra, me dijo uno.

Entréganos el reloj, me pidió

el otro. Me saco el reloj.

Eran las 6.40. a.m..

Entréganos toda la guita

que tengas encima, y no

digas una sola palabra.

Saco de mi bolsillo

el dinero que tenía,

y se lo entrego.

¿Esto es todo lo que tienes?

Me dijiste que no hablara,

¿ahora puedo hacerlo?,

le pregunté.

El otro delincuente me dice:

no te hagas el pelotudo,

danos toda la guita que tengas.

Les contesté: no tengo nada

más que esto.

Siempre llevo unos mangos

encima a esta hora,

por si alguien me quiere asaltar...

Se miran entre ambos.

Veo que se sonríen.

Noté que al hablar desfiguraban

la voz, era evidente.

¿Vos sabes en la situación que estás?,

me dijo uno.

¿Que te podemos achurar

y no vas a poder decir una sola

palabra en ninguna otra obra teatral?

dijo el otro.

Hace tiempo que no hago teatro, respondí.

Levántate y nos vamos.

Dejamos el banco,

y me descompuse. Me maree,

me sentí muy mal. Pensé que

me iba a infartar.

Vamos, acompáñanos.

Ambos me sostenían de los brazos.

Hicimos un par de cuadras.

Llegamos a un edificio.

Entramos.

Yo conocía ese lugar.

Uno de ellos abre la puerta

con su respectiva llave.

Llegamos al palier,

y cada uno se saca la media,

muertos de risa.

Mis dos amigos de la infancia,

me hicieron la broma del siglo,

lloraban de la risa.

Me palmeaban la espalda,

me pedían disculpas,

y continuaban riéndose.

Llegamos al segundo piso.

Era el departamento de un tío

de ellos, el cual es médico clínico.

Me tomó la presión, la tenía elevadísima.

No recuerdo cuál fue.

Me dio a tomar un comprimido,

y a los pocos minutos me sentí bien.

Les dio un buen sermón a los dos,

diciéndoles palabras irreproducibles.

Se disculpó el médico conmigo.

Nos conocíamos, por supuesto.

Después de todo esto,

hicimos las paces,

y hasta yo me reí de la situación.

Fue una broma de estos viejos 

amigos. Sí, seguirán siendo mis amigos,

pero que me asusté, me asusté.

Sucesos de chistes de amigos...

Un susto del cual no voy a olvidarlo.

Pensar que esto sucede realmente

todos los días.

Ah, el reloj y los veinte pesos

me los devolvieron...


Todos los derechos reservados del autor(Hugo Emilio Ocanto- 15/11/2012)