Esta mañana temprano
aconteció un hecho muy
extraño en pleno centro.
Insólito, auténtico.
Dramático, de terror.
Pensé que me iba a fallar
el corazón. Me descompuse.
Y hasta me desvanecí.
Aunque después de ello,
fui socorrido por unos amigos.
¿Amigos?... Y, sí, aún ante el suceso
debo seguir considerándolos amigos.
Amigos de la infancia,
de la adolescencia,
amigos que perduran
a través de los años.
Hasta ahora, que ya
hemos llegado a la madurez.
A nuestras muchas, muchas
y reales décadas
en nuestra existencia.
Una mañana distinta,
no por mi casi diaria caminata,
sino por lo que pasó
en el transcurso de ella.
Lo relato, ahora, más tranquilo...
a pesar de lo que sucedió.
Lo pienso, y me da la impresión
de que viví un sueño...
un sueño terrorífico,
pero el caso es que fue real.
Si ocurriese algo similar
a lo acontecido,
seguro estoy de no
poder relatarlo.
Tal vez porque me daría
un infarto, o... qué se yo...
Voy al hecho.
Muy cómodo de vestimenta,
y con zapatillas,
pasaba en ese momento
por nuestra plaza
San Martín tratando
de cruzarla en diagonal.
Al llegar a la mitad de
ella, decidí sentarme
en uno de sus bancos
un par de minutos,
y tomar unos tragos
de agua de mi envase portátil.
Ya sentado, a los pocos minutos,
no habrían pasado más de dos,
se sientan dos fulanos,
uno y otro sentados
en mis costados.
Los miré, y tenían puesta
cada uno, una media que
les cubría el rostro.
Me llevé el gran julepe.
Quédate quietito y no digas
una sola palabra, me dijo uno.
Entréganos el reloj, me pidió
el otro. Me saco el reloj.
Eran las 6.40. a.m..
Entréganos toda la guita
que tengas encima, y no
digas una sola palabra.
Saco de mi bolsillo
el dinero que tenía,
y se lo entrego.
¿Esto es todo lo que tienes?
Me dijiste que no hablara,
¿ahora puedo hacerlo?,
le pregunté.
El otro delincuente me dice:
no te hagas el pelotudo,
danos toda la guita que tengas.
Les contesté: no tengo nada
más que esto.
Siempre llevo unos mangos
encima a esta hora,
por si alguien me quiere asaltar...
Se miran entre ambos.
Veo que se sonríen.
Noté que al hablar desfiguraban
la voz, era evidente.
¿Vos sabes en la situación que estás?,
me dijo uno.
¿Que te podemos achurar
y no vas a poder decir una sola
palabra en ninguna otra obra teatral?
dijo el otro.
Hace tiempo que no hago teatro, respondí.
Levántate y nos vamos.
Dejamos el banco,
y me descompuse. Me maree,
me sentí muy mal. Pensé que
me iba a infartar.
Vamos, acompáñanos.
Ambos me sostenían de los brazos.
Hicimos un par de cuadras.
Llegamos a un edificio.
Entramos.
Yo conocía ese lugar.
Uno de ellos abre la puerta
con su respectiva llave.
Llegamos al palier,
y cada uno se saca la media,
muertos de risa.
Mis dos amigos de la infancia,
me hicieron la broma del siglo,
lloraban de la risa.
Me palmeaban la espalda,
me pedían disculpas,
y continuaban riéndose.
Llegamos al segundo piso.
Era el departamento de un tío
de ellos, el cual es médico clínico.
Me tomó la presión, la tenía elevadísima.
No recuerdo cuál fue.
Me dio a tomar un comprimido,
y a los pocos minutos me sentí bien.
Les dio un buen sermón a los dos,
diciéndoles palabras irreproducibles.
Se disculpó el médico conmigo.
Nos conocíamos, por supuesto.
Después de todo esto,
hicimos las paces,
y hasta yo me reí de la situación.
Fue una broma de estos viejos
amigos. Sí, seguirán siendo mis amigos,
pero que me asusté, me asusté.
Sucesos de chistes de amigos...
Un susto del cual no voy a olvidarlo.
Pensar que esto sucede realmente
todos los días.
Ah, el reloj y los veinte pesos
me los devolvieron...
Todos los derechos reservados del autor(Hugo Emilio Ocanto- 15/11/2012)