Un día el ayer era tan poco
que alcanzaban dos manecitas para contenerlo.
Cantaba el viento entre silvestres flores,
y se subía al médano
a corretear desde el arbusto gris
al tamarisco seco
y desde el tamarisco seco
al arbusto gris.
Se hacía remolino veraniego
con danzantes papelitos blancos
en lo alto
y luego bajaba a despeinarnos
y a bailar con los crisantemos.
Sin ningún apremio pasaban las horas
los días y los meses,
la gente era enorme
y el camino era tan largo
como lejos estaba el horizonte.
De a poco se fue abriendo el cortinado
que cubría realidades.
Entonces se comenzaba a comprender
que no todo era felicidad,
que el mundo era más grande de lo imaginado
que no había campos de girasoles
al final del pueblo
(sólo desierto y más desierto),
y que sí habían inentendibles lágrimas por caer
y dolores que quedaban atrapados en el pecho .
El camino se veía más corto
y el horizonte se nos venía encima.
Es que de pronto todo se volvió premura,
apenas un beso de años,
una caricia de un invierno largo
y las pequeñas muertes debajo de la alfombra.
Ahora - sí, ahora-, todo se sosiega.
Y vuelven a ser lentas las horas,
los días, los meses y los años,
como un avance a desgano
hacia la anchura de un mar petrificado,
hacia el naufragio final en la honda noche.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
Fotografía de Rafael Andrés Maldonado.