Sonrío al pensar cómo hay gente que no entiende.
No entiende por qué a algunos otros (a los que ellos llaman “locos”),
a veces nos viene una necesidad imperiosa de escribir,
de escribir algo, y si ese algo es bonito, mejor, mucho mejor.
Resulta que las palabras se nos suben por los brazos,
nos muerden los codos,
nos clavan sus colmillos como vampiros,
retornan a los dedos, esperan, esperan ese algo.
Pierden el juicio tan sólo por decir alguna cosa.
Puede ser –como ahora- que los ojos se llenen de llovizna
o que un chaparrón caiga, imprevisto y traicionero.
Entonces ahí explota aquello inentendible que se llama inspiración
y vemos que afuera es primavera y brotan los rosales,
que más allá de la vereda gris y ausente
corre un arroyo cantarín y displicente,
y que la calandria no deja de trinar
pese a que llueve.
Y flotamos en un mar de maravillas
con veleros que despliegan alas de mariposas
y encontramos botellas con mensajes,
un corazón flechado en las arenas,
un niño que ríe a la pasada,
una madre que reza “no más guerra”.
Puede ser que el cielo se torne color gris.
No importa, a él le escribiremos
y esta vez la nostalgia correrá con tinta fresca
por renglones amargos del recuerdo.
Una imagen, tal vez una sonrisa,
un pasar de duendes diligentes
en un bosque de dulces armonías,
con reflejos de sol rebotando entre el ramaje.
Todo vale, un melódico violín desde muy lejos,
un piano que le llora a la distancia,
unos ojos que miran con ternura,
un amor que corre a abrazarnos,
un caminar bajo el techo luminoso de la luna,
un beso que estremece las entrañas.
Todo vale para sentirnos locos, locos de atar... a la poesía.
Agregue usted todo lo que aquí falta,
no deje que las palabras le devoren los codos
ni le claven sus colmillos en el cuello,
y después, duérmase con un poema
haciendo las veces de una almohada.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
Fotografía de Silvia B. Calderón (mi sobrina/ahijada, mi fotógrafa preferida)