Escuché a uno de esos locos de barrio,
de edad indefinida y desaseado.
Nunca sabré si era un tonto o un sabio.
Su voz era dulce pero su mirar fiero:
“Los sueños, cuando se estropean
apenas ensucian el aire.
Por muy enormes que sean
se van sin molestar a nadie.
Si acaso, oscurecen un tanto
la luz de una mirada.
Dibujan un pequeño trazo
de desconsuelo en una sonrisa
Sueños, diluidos en algo corrosivo
y tan común como el tedio,
Ya desaparecieron legiones
de estrellas de cine y los deportes.
Hijos, que no cumplieron la norma
del éxito que aprendieron sus padres.
Y amores, como cualquier circunstancia
que desequilibra las pasiones.
Sueños marchitos, recogidos en un arcón.
Cual tesoro bajo la equis borrosa
en el mapa de una isla cálida.
Con el esqueleto manso de la resignación.
Yo, que tuve tantos sueños.
Ineficaces como un suspiro.
Guardé uno y lo cubro de anhelos.
La mejor señal de que aún vivo.
Yo deseo que el Señor me deje la lucidez
de seguir buscando hasta el final
-aún arrastrando los pies-
alguien que me vuelva a enamorar”.