En la casa aún sin terminar.
Postergando un molesto pensamiento.
Un cuarentón de mirada cansada.
Cuyo salario de un mes bastaba
para dos bolsas de cemento
en el mercado irregular.
Se miró en los ojos de su hijo de tres años.
Sintiéndose ridículo, torpe y abrumado.
Eran como los suyos, pero extraños.
En algún recodo había olvidado.
Sin saber cómo, en el ingrato camino
hacia la madurez, la maldita forma
de mostrar el amor, casi el desatino
que sentía por el niño, que era su luz y su alma.
Pellizcó suavemente la naricita respingona.
Forzó una sonrisa y con cómplice sorna
dijo: mañana es seis de enero.
Los reyes magos visitan a cada niño bueno
Entrando por las rendijas, astutos y someros
ocultando sus regalos en los sitios más esquivos.
Y mientras hablaba, el hombre fingía otear en lo oscuro
aquellos portadores de algún deseo.
El pequeño ceñudo, inopinadamente
fue callado al cajón por un juguete.
Volvió con una pistola de militar.
Besó a papá y a mamá y se fue a acostar.
El padre comprendió que había descrito
las maneras que al barrio habían asolado
donde casi cada lujo era como un grito
sostenido por el doble esfuerzo de un enrejado.
A las tres de la hueca madrugada
un estampido que brotó del sueño
hizo saltar al padre de la cama,
entre él y su esposa faltaba el niño.
Lo halló ante la ventana
empuñando aún el arma
contra un bulto que lloraba
envuelto en una capa dorada.