Dentro del cuchitril destartalado
se escuchaban sólo los lamentos.
En un mohoso catre, casi desbaratado,
se hallaba, agonizante, don Ruperto.
Su buena mujer no cesaba de mirarlo,
y sabía, fiel a su juramento de casada,
que sólo la muerte podría separarlos;
así, cerca del viejo, permanecía sentada.
Con su tez, teñida de verde cadavérico
Ruperto, enjuto, y con los ojos sin mirada,
esperaba, ansioso, la llegada del médico
antes de que la muerte hiciera su entrada.
De repente, como si hubiera mejorado
escuchó ruidos y voces mundanales.
Eran amigos que seguro venían a visitarlo,
para hacerle preguntas o decir banalidades.
¿O el sacerdote?, y ese pensamiento lo asustó,
venía a ofrecerle sus santos servicios: oraciones,
plegarias, vida eterna; y eso a él, nunca le gustó;
pués, ese cura cobraba, hasta las bendiciones.
Finalmente, se abre la puerta de hojalata
y, sin previo aviso, al rancho, una vieja entraba.
Era la deslenguada, y entrépita Doña Renata.
entre todas la que, Don Ruperto, más odiaba.
¿Cómo estás mujer? Ya veo al amigo Ruperto,
comenzó diciendo la vieja Renata sin empacho.
“Éste no pasa de hoy, ya hasta hiede a muerto”;
y esa enfermedad, apenas le dejó el carapacho.
Don Ruperto, rígido de la rabia, sin poder hablar
dirigió a Dios, lo que creía era, su última petición.
Pidió le diera la fuerza, para a Doña Renata abrazar,
y así irse al mas allá, inundando de paz su corazón.
Y con un gran suspiro que le brotó del alma
de un salto, Don Ruperto, con fuerza se incorporó;
y extendiendo sus arrugadas manos, con calma,
mirándola a los ojos, a Doña Renata, abrazó.
Gran emoción sintieron todos, incluso los de afuera,
después de este milagro, del que fueron testigos,
¡Dios ama y perdona¡- gritaban- ¡dale tu vida entera¡
¡¡Alegres ,veían a Ruperto y a Renata ser amigos.
Su mujer, que aún, aquella escena veía
la asaltó de pronto un temor inusitado.
Recordaba con gran angustia ese día:
¡su marido era un luchador experimentado¡
¡Suéltala hombre! ¡Suéltala! gritaba su mujer
al tiempo que doña Renata y Don Ruperto,
frente a todos lo que, ahí pasaba, podían ver
caían al suelo, abrazados y también muertos.
PALO COYO