Mario Santiago

EL DÍA DEL ELEFANTE

En un bar del puerto, sucio y mezquino,

un borracho me contó la historia,

tenía la barba y las arrugas de un marino

y los harapos y el olor a orines de la escoria:

 

“Fue en la parte oscura de la Ciudad Vieja

donde con todo y los avances, aún no llega

la luz impoluta de las revistas de viajes

usted sabe, lo que se ve no son paisajes.

 

Donde la piedra, escamosa y rota

tiene una mugre como un tatuaje,

y el bullicio cubre cada cosa

como grasientas partículas del aire

 

Y aún los rayos del sol caen pesadamente,

acobardados, en una de las aceras

como si la vitalidad de esta gente

les hubiera robado las fuerzas.

 

Música de ancestrales tambores.

Colores: amarillo, rojo y añil.

Los personajes: negros reñidores.

El escenario: alguna construcción senil,

 

sobre poblada, desgarrándose grano a grano

cual largo suspiro de sus arterias resecas”.

El narrador contuvo algún insano

recuerdo infestado de virulentas penas.

 

Continuó, “el agua salvó al desventurado,

hasta entonces la traían sobre carretones

pasando sobre el asfalto dispar y manchado

por blancas e indiscretas abluciones.

 

A este lugar llegó colgado de una grúa,

intrigante, pavoroso fruto estrambótico

en la madrugada, balanceándose como una duda

un elefante robado del zoológico.

 

Los ladrones, armados de cuchillos

rodearon el enorme pedazo de carne.

Pronto, despiertos los vecinos

se unieron riendo al sacrificio infame.

 

 

 

Entretanto, la policía era informada

de que el gran paquidermo ya no estaba.

Y los periódicos, con uniforme fervor

relatarían algo escandaloso de Nueva York.

 

La trompa del infeliz condenado se movía

con el frenesí del miedo y la desesperación.

Y hallando un viejo grifo, succionó la cañería

haciendo manar el agua del color de la corrosión.

 

Así, trocado en bomba hidráulica

conservaron los ladrones el poderoso animal.

Para solventar asuntos de refinada táctica

llamaron al Ingeniero, un tipo muy espiritual.

 

Era un hombre muy correcto, pero bebedor

que parecía, tras un largo camino de lecturas

no haber hallado sino la decepción,

que es la más común de las doctrinas.

 

El Ingeniero desestimó capar al paquidermo

-eso afina la voz, dijeron los bandidos-

Quizá, pero es una vergüenza, propia de un ser enfermo,

contestó, y contraproducente como el galillo de sus hijos.

 

El Ingeniero dictó que para obtener silencio, quietud

y otras seguridades en su comportamiento,

bastaba con hallar entre la cómplice multitud

alguien que amara los animales, un domador con talento.

 

Y los ojos de todos se volvieron hacia Manuel

un adolescente tenue como el pétalo de un lirio

que ya había criado tres perros, un gato y un curiel,

y que enfrentó el alud de miradas turbado, nimio.

 

Ya está, siguió el Ingeniero, henchido con su saber,

aún les queda el más monumental de sus problemas

díganme, cómo coño le darán de comer

les costará dinero y aún más estratagemas.

 

Una mujer opulenta, algo gastada, propuso utilizar a un conocido,

un camionero que suministra frutas y viandas al mercado,

casado él, fofo y libidinoso que hace tiempo espera ser correspondido,

y pagaría lo justo por un placer milagrosamente hallado.

 

Por último, la mierda, que sería copiosa y distintiva.

Habría que esparcirla por toda la ciudad,

mezclada con otras cosas, irrastreable, furtiva

para no levantar sospechas en ninguna vecindad”.

 

El narrador se detuvo de nuevo, sorbió su bebida.

La tarde agonizaba con el postrer resplandor.

Buen trasfondo, pensó, para decir la corta vida

que le restaba al elefante en esta jungla mayor:

 

“Era el gran animal un tipo alegre y bonachón,

alborozaba a los niños con su chorro y refrescaba el ardor

insatisfecho de las mujeres, por eso le llamaron Gozón,

miraba la desnudez femenina con puro instinto jodedor.

 

Gozón era una fábula de la escuela, que contravenía

en el relato feliz de los vecinitos, la prescripción

de los mayores, pero es de suponer que nadie les creía.

La edad va consumiendo la imaginación.

 

Manuel, el domador, halló en Gozón un compañero cabal.

Y más, fue la presencia que cada chico debiera tener,

al ocurrir invariablemente el despertar brutal

de su sexualidad, sin poder dudar y menos temer.

 

Manuel tenía un nombre para su deseo callado: Mónica,

un año menor, pero con las medidas de una mujer hermosa.

Sabía más que él, estaba en los genes junto a la carne pletórica,

Era morena, torneada, con una luz vital y apetitosa.

 

El muchacho se preocupaba en vano, ya ella lo había elegido.

Y una tarde, sometiendo a escarnio su proverbial prudencia:

Niño mírame- y luego- haz el favor controla a tu amigo,

está apuntando el chorro y observándome con verdadera indecencia.

 

Gozón mojaba la línea entre los senos de la joven risueña,

escasamente cubiertos, apretados y levantados por el ajustador.

El animal parecía decir a Manuel: atrévete usa tu maña.

El joven se lanzó torpemente pero, igual comenzaba para los dos el amor.

 

Junto a Gozón, se encontraban cada noche los enamorados.

Inmersos en el silencio propicio, conversaban bajo.

¿Qué te pasa mi amor, tus ojos se ven preocupados?,

preguntó él, siempre pendiente de sus estados de ánimo.

 

 

La policía detuvo al hombre del camión, ¿cómo no te has enterado?,

respondió ella, eso significa que tendrán que matar a Gozón,

el ingeniero vino, también está asustado,

por salvar a tu amigo ninguno está dispuesto a ir a prisión.

 

Manuel se irguió abruptamente como despertando de un letargo,

un tumulto de proyectos desesperados bullían en su mente,

estorbados por un dilema ético: su familia y los vecinos del otro lado,

pero entre dos traiciones prefirió la que evitaba una muerte.

 

Dijo algo tierno a Gozón, conclusivo y amargo.

Abrió el portón y trató de llevarlo hacia la justicia.

Afuera esperaban los asesinos y su propio padre vestido

para viajar. Llevaron a Manuel a un sitio fuera de la provincia”.

 

El rostro del narrador se había endurecido,

contemplaba la negra embestida de su memoria

como una inmensa ola de la tempestad un marino.

Emergiendo entero de los avances de la desdicha.

 

“Esa noche, el elefante herido y sin comprender,

proporcionó a sus verdugos con una tenacidad desmedida,

el torrente que había salvado su vida en el ayer.

Torrente que tenía el poder de la inocencia atormentada”.

 

El agua incontenible derribó las paredes.

El estruendo sobrepujó a un lamento animal.

Una brigada de la Cruz Roja provincial,

halló el cuerpo de Gozón sobre otros cadáveres.