Un lobo, enamorado de la luna,
todas las noches subía a la cima
del monte para mostrarle su amor
a la luna.
Sus aullidos eran melodiosos y
rítmicos, pausados y progresivos;
en sus aullidos le hablaba de amor,
cada noche eran más intensos.
La luna, agradecida, le acariciaba
rozando su pelaje con su resplandor;
y el lobo, que en su intenso amor no
razonaba, creía poder alcanzar la luna.
Noche tras noche, el lobo no faltó
a su cita, aullado con más fuerza
a la luna, pensando que, gritando,
podría la luna bajar a su altura.
Noches oscuras, y el lobo no vio
A su luna, que aullaba desesperado
Sin obtener respuesta de su amada
La Luna Plateada.
Como iba pasando las noches,
el lobo se ponía triste más triste,
su Luna Plateada no aparecía;
su garganta ronca no respondía.
Una noche, negra como la pena,
el lobo dejó de aullar, y su cola
ya no caracoleaba, la tristeza se
apoderó de él y murió con los
ojos abiertos hacia cielo negro.
Y la Lunita Plateada, detrás de
los nubarrones, no pudo consolar
la honda pena de su enamorado,
y en acto de amor, su haz luminosa,
arrebató el cuerpo fiel de lobo y se
lo llevó a los cielos, donde juntos
están, la Luna con su resplandor.