VÍSPERA DE NAVIDAD
La gente camina apurada, no mira para los costados, sólo la ocupa lo que lleva en su mente; el poder conseguirlo para complacer al destinatario. El tiempo apremia, parece pasar más rápido que en otros días. Hay que prepararse para la cena familiar o con amigos. Para los más jóvenes es fundamental proveerse de las “pilchas” que lucirán para ir a bailar.
Es así que ensimismados y con espíritu festivo, aunque los problemas y dolores no nos hayan abandonado, entramos y salimos de comercios, supermercados, jugueterías y ferias como las hormigas, que ajetrean para proveerse para el invierno. Sólo que en ellas, obedece el mandato interior, instintivo de la conservación y en los humanos, además, el estar presos de una política consumista cada vez más voraz. Consumismo del cual a veces, nos avergonzamos, pero del que pocos escapamos, por contagio, por status, o por debilidad, frente a la agresividad propagandística del marketing, etc.
Año a año se presenta la encrucijada de qué actitud tomar, frente al tema de los regalos. ¡A todos, o a ninguno!; ¡No, mejor, sólo a los niños! Se plantean tantas decisiones, como seres indecisos.
Fue uno de esos días, que al entrar a un comercio, me encuentro con un joven que salía cargado de bolsas, de las que sobresalía una pelota multicolor y un niño en sus brazos.
-¡Hola! ¿Cómo le va?
Trato de identificarlo y no logro hacerlo, por lo que me detengo, contestándole:
-Bien. Perdóname, no recuerdo tu nombre.
-Soy Felipe ¿No se acuerda de mí?
Inmediatamente, el nombre y los ojos me transportaron a un día de lluvia cinco ó seis años atrás. Es habitual que los días lluviosos, las clases estén despobladas, por lo que posibilitan la realización de otras tareas, además de poder atender personalizadamente a aquellos que lo requieren.
Felipe faltaba mucho, no obstante, ese día lluvioso había concurrido. Quizás… no encontró un lugar a donde ir. Generalmente se mostraba molesto frente a las tareas, le era difícil mantenerse en su lugar. En ocasiones agredía a sus compañeros o los molestaba de múltiples maneras, por lo que muchas veces era objeto de llamados de atención. Estas actitudes ameritaban la convocatoria a algún responsable de la familia, que lamentablemente no acudía.
Recuerdo que ese día, estaba junto a tres compañeros a los que les había propuesto, armar un puzle. Como era norma en él, a los pocos minutos abandonó la tarea, ante lo cual, recibí la queja:
-¡Felipe no quiere hacer nada!
Levanté la mirada y lo llamé:
-¡Ven!, vamos a conversar.
-¿De qué vamos a conversar?
-De lo que tú quieras.
-Yo no tengo nada de qué hablar.
Me levanté y fui a sentarme junto a él, que se había retirado hacia atrás del salón.
-Felipe, ¿tienes hermanos?
-Sí… tres. No… somos tres.
-¿Cuántos años tienen?
-El que vive con mi padre ocho y el que vive con mi madre no sé… es chico… no camina.
-Y tú ¿con quién vives?
-Con mi abuela.
Entonces, comencé a entender la actitud de Felipe.
-¿Con quién te gustaría estar?
-No sé… ¡no le importo a nadie!
-No creo que sea así- fue lo que pude contestarle. Percibí su tono de enojo, pero lo que más me conmovió, fue la mirada. Nunca había visto sus ojos, como en ese momento, hermosos, brillantes, más aún, por la humedad de las lágrimas y tan… tan tristes.
-A mi me importas mucho.
Casi en susurro me dijo:
-Mi abuela está enferma… y no quiere tenerme.
-¿Qué haces cuando no vienes a clase?
-Ando por ahí, con mis amigos.
-¿No es peligroso eso?
-Sí, a veces.
Bajó la cabeza y quedó en silencio.
-¿Te gustaría que hable con tu mamá o tu papá?
-¿Para qué?, ellos tienen otros hijos.
-Podríamos conversar y tal vez pudieras estar mejor.
-¡No! ¡No!
-Bueno, entonces ¿por qué no intentas hacer el puzle?
Mientras tanto, los otros ya lo estaban finalizando.
Felipe se sienta, y rápidamente lo termina.
Con una mirada ubica las últimas piezas que le faltaban a su compañero.
-Pareces bobo, ¿no ves que es Australia?
-¿Vio que inteligente es Felipe?, ¡y eso que falta!
-Tienes razón, si concurriera y se dispusiera a estudiar, podría ser de los mejores.
Vi transformarse su mirada y tuve la esperanza, de que podía haber un cambio de actitud.
Más tarde solicité una entrevista con familiares, a la que concurrió la madre, aduciendo que no tenía posibilidad de llevarlo con ella, así que continuaría con la abuela, porque el papá no se encontraba en la ciudad.
Se acercaba el fin de cursos, Felipe dejó de concurrir, por lo que perdí el contacto con él.
El recuerdo me trajo a Felipe de aquellos días. Medio confusa aún, le contesté:
-Felipe, ¿cómo estás?
-¿Es tu hijo?
-Sí, es mío.
Y al decirlo el orgullo se mostró en su sonrisa.
-Va a cumplir 2 años.
-¿Se acuerda que vivía con mi abuela?
-Sí.
-Ella murió y me fui a vivir al campo con una tía. Ahora, trabajo en una estancia, con la madre de él.
Se dio vuelta y se dirige a una chica que se acercaba sonriente, también cargada de bolsas.
-Ella es…. la que me dijo, que era muy inteligente- (se ríe).
La saludé con un beso y le dije: -Tienen un niño muy lindo. Ante lo cual me dieron las gracias.
Acaricia a su hijo y me dice muy firme: -A este lo voy a criar yo y lo voy a hacer estudiar ¡sabe!, porque yo ahora me arrepiento, de que por falta de estudio no puedo progresar. ¡Es difícil conseguir trabajo sin estudio!
Al despedirme siento que mi ser se ha inundado de ternura. -Me alegro de haberte visto y de que seas feliz.
-¡Que tenga felices fiestas!
-¡Igualmente ustedes! Y los miré alejarse.
A través de este encuentro, tuve la confirmación, una vez más, de que a pesar de lo adversa que pueda presentarse la vida, el desamor, la falta de responsabilidad de los adultos hacia los hijos; felizmente, existen aquellos que como Felipe, logran darle un sentido positivo a sus vidas; manifestando valores que no les transmitieron sus mayores, quizás por no haberlos recibido. En estos tiempos es muy común, encontrarnos con jóvenes como aquel Felipe, por los que poco apostaríamos; doloridos frente a la vida que les ha tocado vivir, rebeldes, desesperanzados, con ojos enrojecidos, y mirada ausente.
Tal vez la vida le tendió un puente, alejándolo de la ciudad, donde los oportunistas agazapados, atrapan y absorben a aquellos que como Felipe sobreviven sin estímulos, carentes de contención familiar.
El contacto con el medio natural, las obligaciones laborales y sin duda el afecto de la tía y de la madre de su hijo, lograron transformarle la mirada y encontrarle un motivo a su vida.
Quizás en el alma de Felipe, aún permanezcan las huellas del desamor que sintiera en otros tiempos. Tal vez éstas se hayan diluido, con el nacimiento del hijo.
La imagen del niño en sus brazos, la decisión manifestada, la firmeza de su voz, el brillo en sus ojos, y la pelota multicolor, me hicieron pensar: ¡Con este padre, este niño es y será feliz! No todo está perdido, quedan muchos que seguirán luchando, trabajando y haciendo lo posible, pese a la adversidad, para que sus hijos logren superar su calidad de vida y fundamentalmente, brindándoles amor y contención.
El encuentro con Felipe y su familia, fue para mí un hermoso regalo de Navidad, el que me gustaría recibir año a año multiplicado.