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El hombre de los pies descalzos

EL HOMBRE DE LOS PIES DESCALZOS

Como se van las últimas sombras de la noche, surgen en mi memoria, los días en que visitaba la casa de mi madrina. Días plenos de experiencias y sensaciones, no por simples menos importantes y que sin ninguna duda fueron delineando mi persona. Llegan a mí las voces de las vecinas, el sonido del portón que se golpea con el viento, el aroma de las glicinas, el zumbido del mangangá en las cañas que sostienen el parral, la hora del rezo del rosario, el montón de revistas sobre la mesa del living, la comida del mediodía, la novela que escuchábamos por radio y tantos y tantos recuerdos.

Después de tantos años vaya a saber por qué razón, éstos se han detenido, en aquellos días de vacaciones de verano, que eran las que pasaba más tiempo en aquella casa, con el pretexto de hacer compañía y ser “la madrina” la encargada de mi preparación para la comunión. De todos esos recuerdos emerge uno, que se mantuvo encerrado, en alguna de las circunvalaciones de mi cerebro y que me impulsa a contarlo. Era frecuente, que luego de finalizado el almuerzo y realizada la limpieza de los bártulos de cocina, entre silencios y comentarios que despertaba la radionovela, llegaba la hora de la siesta, esperada, por los grandes para recuperar las energías dejadas en el trajín mañanero y el calor del mediodía y, tan resistida por la mayoría de los niños, vaya a saber por qué reales motivos, aunque seguramente, para no dejar de jugar.

Frecuentemente el no sestear era una conquista lograda, luego del forcejeo dialéctico y tras alguna condición que establecían los adultos. Luego de los sí y los no quiero; el no me gusta, no tengo sueño, no voy a hacer ruido, voy a leer, etc. Muchas veces lograba mi propósito, y asegurándome de que se habían acostado los mayores, con sigilo abría el portón y me sentaba a leer bajo el plátano de la vereda. Así pasaron ante mi vista, revistas, novelas y libros que me transportaban a lejanos lugares y personajes fabuloso.

A veces la lectura se interrumpía por el pasaje de algún vehículo que levantaba tierra, y me veía obligada a entrar, hasta que ésta se depositaba. En ocasiones el pasaje del camión regadera, aplacaba la tierra de la calle y transfería al ambiente, cierto efímero frescor.En la esquina el surtidor atraía a los niños, que acudían a buscar el agua para sus casas y, allí se entretenían jugando y riendo, bajo el chorro de la canilla o corriéndose con los baldes, que les servían para transportar el preciado elemento. Los recuerdo con sus pantalones a media pierna, sin camisa y calzado gastado. Muy pocas veces los acompañaba una niña, que feliz compartía sus juegos. En silencio a veces la envidiaba. Algunos pasaban tirando o empujando una barrica o tanque sobre un armazón con ruedas de madera. Se ayudaban entre varios y en el mejor de los casos con un asno, al que le gritaban o pegaban para que avanzara. La aparición de éstos por la calle contraria al surtidor, me impulsaba a entrar y esperar que pasaran. El instinto de sobrevivencia parecería me alertaba y obligaba a tomar recaudos, para preservar mi seguridad, hecho que se basaba quizás, en algún prejuicio social.

Especialmente de esos días recuerdo la imagen de una persona, que como salida de otras épocas, se confundía entre la realidad y el misterio. La visión de aquel ser movilizaba mi corazón, produciéndome un acelerado golpetear en el pecho. Sensaciones diversas: temor, curiosidad y admiración. Había escuchado sobre él: “es un loco”, “se cree Dios”, y mi curiosidad infantil, me planteaba cuestiones difíciles de responder entonces y aún hoy. Avanzaba desde el río, y lo hacía por el medio de la calle de granza, descalzo y con un palo que le servía de apoyo.

Una vez, luego que pasó, me desprendí de mi calzado y puse mis pies en la calle desierta. Debí correr ante la sensación quemante. ¿Cómo podría aquel hombre caminar descalzo? Era sorprendente la inquietud que tal hecho me producía.

¿Qué había de verdad entre lo que se decía de él y quién era en realidad?

Los pescadores comentaban que se bañaba y nadaba en el río antes de que apareciera el sol, aún en los crudos días invernales. Ese hecho le confería una cualidad ajena, al de los demás mortales.

¿Cómo podría soportar las heladas aguas?

Nunca escuché su mensaje. Lo más cerca que estuve de él, fue una tardecita en la plaza, junto a la fuente, donde estaba rodeado de algunas personas que lo escuchaban. Cuando lo divisé, mi intención fue la de acercarme, pero a las personas que me acompañaban, no les pareció buena la idea y debí desistir.

Normalmente mi actitud hacia él, era la de temor y curiosidad; entonces, ante su cercanía corría a ocultarme detrás del portón y fisgoneaba su pasar, a través de una rendija. Hasta que un día, el miedo y la curiosidad balancearon y venció la última. Permanecí sentada bajo el plátano, simulando leer. Entonces ocurrió lo inesperado, el hombre de largos cabellos, vestido como un discípulo de Jesús y los pies descalzos, se detuvo frente a mí y me saludó:

-Adiós nenita, ¡Que Dios te proteja!

Apenas pude suspirar un adiós y los latidos de mi corazón se fueron aquietando.

Quedé absorta mirando cómo se alejaba.

¿Hacia dónde iría?

Después supe que visitaba enfermos para llevarles la palabra de Dios, incluso algún alimento, que había recibido y lo compartía.

¡Qué distinto me pareció aquel ser, del otro, del que tenía los comentarios!

Según decían, se enojaba, les gritaba: ¡pecadoras! a las mujeres que se vestían con escotes, usaban pantalones cortos y se pintaban. Las llamaba: ¡hijas de Satanás! Tal vez provocaban su ira, llamándole: ¡loco!

Era la década de los 60 época de grandes cambios, revoluciones, en lo social y cultural. Adelantos tecnológicos que permitían ampliar conocimientos y hacer que el mundo pareciera más chico. La globalización en marcha.

Hoy comprendo algo más, lo que pasaba por la mente de aquel hombre, que se resistía a los cambios de la época. Indudablemente que lo conmovía la pobreza frente a la riqueza y, por eso detestaba a la Iglesia de Roma por considerarla ostentosa, poco representativa del Evangelio de Jesús.

La mayoría de sus seguidores pertenecían a los sectores sociales más carenciados, aunque no faltaban quienes ponían su fe, en el mítico ser y lo llevaban a sus campos para que bendijera las cosechas y así, obtener mayores ganancias. De esta manera él recibía como agradecimiento, algún vacuno, que le servía para alimentar a “sus pobres”.

En las últimas décadas del siglo XX y comienzos del siglo XXI, hemos presenciado el nacimiento de nuevas religiones y sectas. Éstas sincretizan lo oriental con lo occidental; lo espiritual y lo pagano, ante el influjo de la globalización y, a su manera, muchas personas, hombres y mujeres, expresan su preocupación por el estado actual de la humanidad, por las grandes diferencias de oportunidades, frente a la alimentación, el abuso de poder, los causantes de los desastres ecológicos, etc. A su manera predican cómo salvarla de la destrucción, sólo que éstos no visten como aquél, ni caminan descalzos para llevar su palabra.

Y como aconteció con él, hoy, a quienes predican la salvación de la humanidad,  también se los valora de maneras contradictorias. Evoco su figura, lo veo pasar con su raída vestimenta, sus cabellos largos y sus pies descalzos.

* Don José Sales fue conocido como “El Dios Verde”.