Con la blusa vacía y los ojos inmensos
de soportar las lágrimas que no saben caer,
llegó calladamente. Maduros y propensos,
flotaron en la noche pecados sin hacer.
Y yo vi sus diez dedos marchitos de agonía
jugando a ser amados sobre aquel alfiler;
y vi su enorme ojera morada que crecía
como un mar insondable que vive de mujer;
y me quedé sintiendo su pobre boca seca
-que inundó de palomas tristes la biblioteca-,
sus piernas respetadas, su sexo sin llover,
y fue tan misterioso mi corazón pequeño
que tuve que ser fuerte para no usar el sueño
de regalarle mi hombre en ese anochecer.