Poemas de Camilo

DESLUMBRAMIENTO DE UN NIÑO EN NAVIDAD

¡He visto a los Reyes Magos!

 

 ¡Hola!... Soy Dorito, el hijo mayor de mi padre, que era barbero y en cuya familia fuimos doce hermanos. Me llamaban así porque mi nombre de pila daba lugar a confusiones, en el ambiente familiar, por el acomodo al decirlo.

Mi nombre concreto es Teodoro, pero unos me llamaban Teo y otros me conocían por Dorito. De esta manera nadie sabía mi verdadero nombre, pues igual me podían llamar Teodoro que Doroteo.

Se habló en familia y fue una tía soltera, hermana de mi padre, para quien yo era el tesoro de su vida, quien ganó la propuesta. Siempre que me llamaba decía:  “Dorito, tesoro de mi vida...” y como veían que a esta cita acudía con mayor presteza, determinaron todos en casa secundar el diminutivo cariñoso.

En el pueblo había un hervidero de chavales, corriendo las calles en diversiones insaciables. Por estas fechas navideñas todos competíamos en la puesta del Nacimiento: cada quien en su casa poníamos el portal de Belén con el mayor cariño y esmero, por ver quien ganaba el premio al Belén mejor puesto, competición que el cura de la parroquia organizaba.

En nuestra casa las figuras eran de papel, pintadas por mí, pues yo veía las escenas  navideñas con tal realismo, e imaginaba las cosas con tanta certeza cual si las hubiera vivido en persona.

En la escuela la maestra nos explicaba los pormenores de la tradición navideña, terminando siempre con los regalos de los Reyes Magos, dependiendo del buen comportamiento que los niños hubiésemos tenido durante todo el año. Entonces empezaba a cundir la inquietud entre los escolares, por el  interés de quien había sido mejor, ya que en otras competiciones sabíamos donde se iban los merecimientos.

El compañero Ruperto nos decía cosas increíbles para nuestras ilusiones, no en balde era de lo peor y más descarado en la escuela. Si sería malvado que un día la maestra lo expulsó del aula por insurrecto: siempre ponía papeles a las moscas para que al volar al techo nos produjese la risa a todos los escolares creando el revuelo consiguiente y, a pesar de castigarlo la maestra nada conseguía... Así tenía que ser, pues a los chavales nos complicaba la vida con explicaciones contra la maestra, porque decía que era muy fea. El no creía en los Reyes Magos y  yo me hacía de cruces, como era posible que todos los niños del pueblo tuviesen regalos al día siguiente, sin la existencia de estos hombres fantásticos y con camellos, máxime en la casa de mi padre, con los hermanos que éramos. Doña Pilar, así se llamaba la maestra, nos decía como debíamos escribirles una carta a los Reyes y aquello era para mi algo de la mayor ilusión. Doña Pilar ya nos lo había enseñado: “Los Reyes Magos vienen desde Oriente, que son tierras muy lejanas, y van guiados por una estrella, que les enseña donde ha nacido el Niño Jesús y, después de adorarlo entregándole incienso, oro y mirra, en prueba de agradecimiento continúan por todo el mundo entregando juguetes a los niños que han sido buenos”. Todos teníamos nuestra inquietud por saber que a los hijos del médico siempre les traían cosas más bonitas, y quedábamos embelesados  con nuestros sentimientos.

La maestra nos animaba y preguntaba que cosas eran más interesantes, pues los  Reyes Magos necesitaban saber los gustos de los niños; pero que debiéramos ser prudentes, ya que al tener que venir desde tan lejos, con demasiada carga no podrían atender a todos los niños del mundo y a lo peor algunos no llegaríamos a tiempo. Yo pensaba que solo en casa de mi padre  sería enorme la carga, por lo que era conveniente no extenderse demasiado.

Si yo pudiera ver a los reyes..., les diría muchas cosas para que lo comprendieran. Tenía que probar ya que la ilusión era muy grande y con mi ayuda quizá lograse algo para cada uno de mis  hermanos.

 Decían que los reyes traían las escaleras muy largas para los pisos altos, y ese era el motivo de los juguetes para los hijos del médico, que vivían en una casa muy grande.

Llegó la víspera del día tan señalado.  Fui a casa antes que otros días, para limpiar los zapatos y dejarlos puestos en la ventana. Era necesario ir pronto a la cama, decían, pues al niño que vean levantado se puede quedar sin regalos, y no era cosa de probar acción tan desafortunada.

Yo dormía con mi abuela, en una habitación cuya ventana daba a la plaza principal del pueblo.  Siempre    iba primero a la cama para cuando ella llegase tuviese calor para sus pies, “por la valiosa estufa del nieto”, decía siempre muy ufana y alegre, hablando con las vecinas.  Aquella noche fui más pronto, y con mayor placer que otras veces, por si los Reyes Magos pudiesen llegar más pronto por nuestra calle. Es el caso que cuando la abuela llegó, yo estaba en el limbo de los niños, nunca mejor dicho, con el sueño plácido de la edad.

Pero la impaciencia con la que me acosté me hizo despertar a horas intempestivas, fuera de lo normal. El silencio era absoluto, solo rasgado por el respirar bronco de la abuela; en la casa todo era quietud. En medio de la oscuridad  y con mis pensamientos plenos de ilusión, yo no podía quedarme dormido. Escuchaba cualquier ruido con atención y hacía mil conjeturas en la idea  de aquellas ambiciones. Daba vueltas en la cama con mucho sigilo por no despertar a la abuela, hasta que por fin no pude más y determiné levantarme con el pretexto de que tenia gana de mear. Así se lo dije cuando noté que se despertaba, pero no le dio importancia, porque siguió con la respiración en tono bronco.

Palpando en la oscuridad toqué algo donde estaban puestos los zapatos... ¡había unas cajas!...  Los Reyes Magos ya habían pasado por aquí y, aquellos  ruidos que me parecieron oír  serían de ellos. Lleno de dudas y emociones, no sabía que hacer si volverme a la cama o mirar un poco por la ventana. La avidez por conocer venció y con mucho cuidado me acerqué a la ventana. Volví a tocar las cajas que había sobre los zapatos y, desbordado por la emoción no me paré en más averiguaciones. Me quedé escuchando: algo se oía por la rúa y ello me llenaba de ansiedad. Temeroso de ser visto y poder perder aquello que era motivo de agitación, puse el mayor cuidado. Por fin determiné y abrí un poco la ventana, con sumo cuidado para que no chirriasen los goznes oxidados. Sí, se oían pasos de alguien que iban por la calle, no había duda. Abrí un poco más y la luz de la bombilla del alumbrado público comenzó a entrar liviana en la habitación. Escudriñando noté algo insólito: vi al escapar las alforjas llenas de juguetes y el rabo del camello y detrás gente que bajaba por la plaza; atisbé como desaparecían al doblar la esquina de la última casa, y la escalera que alguien transportaba, desaparecía fugazmente en dirección a la otra calle. Eran ellos, no cabía duda. No pude más y grité alborozado: ¡Abuela!... ¡Abuela!... He visto a los Reyes Magos... Han bajado por la plaza... Ahora van a casa de Periquin.  Llevan una escalera muy grande... ¡Abuela!..., que sí, que los he visto... Mira como a mi ya me han dejado los regalos, mira que bonito...

Deslumbrado por aquella emoción ya no sabía que hacer para el disfrute de mi razonamiento, porque aquella inmensa alegría desbordaba todo mi sentir. A los gritos mi abuela despertó y encendió la luz... Sobre los zapatos había un tamboril de hojalata y una caja redonda con un dibujo que mostraba una culebrilla de mazapán enroscada. Dentro de los zapatos había caramelos... ¡Qué felicidad!  Aquello que la maestra nos enseñaba ya no tenía duda: Yo había visto a los Reyes Magos bajar por la plaza Mayor del pueblo.

Al día siguiente mostraba mis juguetes a los amigos, más orgulloso que nadie porque había visto algo insólito, siendo esta vez más envidiado en el pueblo que los hijos del médico, al haber tenido tal privilegio: ver a los Reyes Magos por la calle cuando iban a poner los juguetes en los zapatos de los niños. Por todo el pueblo corrió la gran noticia

 “El hijo del barbero ha visto a los Reyes Magos”.

 

Ego sum