En un tórrido verano, cuando era un adolescente, con varios amigos nos fuimos de vacaciones a un lugar llamado Raco; distante a 51 Km. de San Miguel de Tucumán, de donde éramos todos oriundos. Embelesados por el imponente paisaje de los verdes cerros, donde había unas fastuosas casas de fin de semana, llegamos finalmente a una casa afín a las demás, que nos prestaron por el término de un mes.
Se nos presentó un lugareño montado en una hermosa zaina, a la que apenas podía dominar, se la veía muy briosa. Este, haciendo una reverencia con su sombrero, nos dio una cálida bienvenida. Era un hombre joven y su nombre era Pedro, quién nos manifestó que estaba a nuestra disposición. Nos llamaba la atención la contextura fornida de su cuerpo y le preguntamos si hacía pesas o si practicaba algún otro deporte.
Tamaña fue nuestra sorpresa cuando escuchamos su respuesta. Casi tímidamente nos dijo que era bailarín de ballet. Para nosotros era como si el \"Martín Fierro\" bailara danzas clásicas. No podíamos imaginarlo con movimientos gráciles, ya que vestía atuendos de gaucho y porque además era domador de potros.
Se nos esbozó en los labios, unas sonrisas pícaras y unas miradas cómplices. Ni lerdo ni perezoso, Pedro nos contó que así como amaba el campo, sentía pasión por la danza. Era bailarín nada menos, que del teatro San Martín de Tucumán; y nos aclaró que esa profesión, demanda mucho sacrificio físico y una total concentración mental. Por lo que le expresamos nuestra admiración.
No obstante, indicó que al día siguiente nos iba a entregar un caballo para cada uno de nosotros. Me alegré tanto que casi no pude dormir aquella noche, dado que presentía que iba a experimentar algo maravilloso e inolvidable.
En la madrugada, cuando el áureo sol desde el este asomaba majestuoso e inminente se escuchaba casi estruendosamente el trotar inconfundible de los caballos \"cerreños\" que el baqueano venía a entregarnos. Se veían en verdad muy saludables y esbeltos, y un tanto tranquilos. A excepción de una jaca colorada que era muy nerviosa, definitivamente parecía tener un espíritu indómito. Por lo que los muchachos, se apresuraron por elegir a los potros que aparentemente eran más dóciles.
Al fin, yo quedé frente a frente con la yegua, que se mostraba aún más brava que la que montaba Pedro. Este me dijo, que si tenía paciencia me iba a conseguir un palafrén más benigno. Contundentemente le dije que no, la potra despertaba en mí una gran fascinación; me suscitaba una sensación realmente mágica.
De todos modos, Pedro preocupado me preguntó:
- ¿Tenés experiencia en montar caballos? Este \"bicho\" está algo nervioso...y tal vez te podría lastimar.
- No te hagás problema, amigo, la primera vez que monté un caballo era casi un niño- le contesté.
Fue en Famaillá, un pueblo del sur de la provincia; allí, unos chicos del lugar me jugaron una broma y me dieron para montar un bagual. Al mismo lo tenían agarrado entre varios y cuando subi a éste, sorpresivamente se levantó en dos patas; a pesar de que corcoveaba de una u otra forma, no logró tirarme. Pues yo lo tomé de su crin y lo presioné fuertemente con mis piernas, fue algo instintivo, que me ayudó a sostenerme. En otras palabras, me prendí como una \"garrapata\".
Le expresé que desde ese momento le perdí absolutamente el miedo a los equinos, y que posteriormente tuve diversas experiencias con caballos mañosos. Pedro accedió a que me haga cargo de la yegua, no sin antes, recomendarme que tuviera un sumo cuidado con ella.
Como hombre de campo él entendía mucho sobre broncos, pero el nerviosismo de ésta lo desconcertaba. En el caso de la potranca que el montaba no existía nada raro, por cuanto recién la estaba domando.
Asi, \"la colorada\" quedó conmigo; de inmediato fui a traerle unas zanahorias recién cosechadas de un sembradío, que lindaba con la casa. Me sentía obsesionado con ganarme su confianza, cuando me acerqué a ella se mostró muy impetuosa. Para calmarla le acaricié su cuello, con toda la delicadeza del mundo y le arrimé las zanahorias a su morro, a fin de que las huela; premiosa, se atrevió a comerlas.
Un rato después, me animé a montarla en \"empelo\", pues a mí me agradaba montar de esa manera. Dio unos giros para un lado y para otro; le tomé las riendas firmemente y la dirigí despaciosamente a un río cercano.
En el camino pude notar, que desde un descubierto que estaba alambrado, se aproximaba hacia nosotros al trote, un potrillo de color rojizo que relinchaba desaforadamente.
La yegua miraba con insistencia al potranco, y muy inquieta respondía también con relinchos. Trató de encaminarse hasta allí, pero yo la obligué a seguir para adelante.
Pensé: \"que raro, ni Pedro ni nadie me avisó que ella tenía cría\". Con esa duda y casi indiferente proseguí hacia mi destino. Una vez que llegamos al río, desmonté y me envolví a la mano derecha las riendas, que estaban un poco largas. Hacía calor, por lo que me senté a orillas del río, que invitaba a beber su translúcida y fresca agua. La parsimonia del lugar era totalmente relajante.
En el momento que me aprestaba a beber para saciar mi sed, imprevistamente sentí un galope desenfrenado...
Era mi cabalgadura que huía a toda prisa. Antes de que me diera cuenta, ya era arrastrado por ésta en un camino sinuoso con muchas piedras.
Me sentí impotente ante la situación, solo atiné a gritar:
- ¡Colorada, pará...! Pude ver que ella se dio vuelta al oírme...y milagrosamente se detuvo.
Me quedé unos momentos tirado en el suelo, y algo dolorido. Podía sentir que ella me resoplaba casi dulcemente, como pidiéndome perdón; y me levanté con mucho cuidado.
Mis ropas estaban algo rasgadas, de hecho, tenía raspones en las costillas y en mis piernas.
Le di unas palmadas en silencio, curiosamente, se encontraba apacible; no había otra explicación por su proceder, el potrillo que habíamos visto era suyo. Pacientemente, logré subirme a su lomo con cierta dificultad y retornamos al camino.
Ya en el lugar donde estaba el prematuro corcel, quién ya nos había avistado, hacía oír lastimosamente su agudo relincho. Me sorprendió que la potra no intentara arrimarse, sólo lo miraba...con una profunda tristeza.
Ante ello la guié hacia él, cuando los dos estaban casi adosados, pude percibir que se sentían muy felices. Los observé un buen rato; no era difícil adivinar que ella mimaba a su \"vástago\", como cualquier madre del mundo.
Media hora después, volvió a mi lado como avisándome...que ya era suficiente. Desde ese instante, supe que nacía entre nosotros una conexión inquebrantable.
Al llegar a la casa, afortunadamente mis amigos no se encontraban, por lo que preferí callar lo que había vivido. En los días sucesivos, la llevaba en alguna ocasión para que vea a su cría. Después de eso íbamos a galopar a orillas de la ruta.
La yegua corría tan velozmente, que parecía que desafiaba abiertamente la ventisca de los cerros. Podía sentir que mi espíritu se fusionaba con el suyo en una loca cabalgata sin fin. Me daba la impresión que todo se paralizaba a nuestro alrededor...el tiempo, parecía detenerse abruptamente. Jamás iba a poder olvidar estas incomparables vivencias.
Cuando tuve que despedirme, me invadió una gran melancolía. Al entregar a la \"colorada\" a Pedro, entregaba parte de mi ser. Le dije a éste: - Descubrí porque el \"bicho\" está siempre tan nervioso, pues extraña demasiado a su cría. Pedro, me miró con la boca abierta y agregué: \"Deberías saber que los caballos también tienen profundos sentimientos\".
Nunca le pregunté la razón de no decirme, que la yegua tenía un potrillo. En fin, hoy ha pasado ya bastante tiempo y nuevamente la nostalgia me envuelve. A veces, en mis sueños, me veo cabalgando a la \"colorada\" en una carrera eterna, como queriéndole ganar al viento.
\"Los caballos son seres muy inteligentes y consecuentemente, dignos de respeto y de un buen trato\"
Adolfo César (NAZARENO)