I
Jael a los cinco años era tímida
como
una frambuesa fría en la nevera.
Cálida por las tardes
y sonriente al asomarse a la ventana.
Yo veía sus ojos
crepuscularmente tristes y me iba
-dos años más que ella y le llevaba
otros dos más de cielo conturbado-
En su casa junto a la laguna
se anochecía toda,
vi volar su ilusión, sentí su vista penetrar
aquel inane mundo de infantil vacío.
Qué era
lo que Jael esperaba, fervorosa.
Cuál su melancolía prematura.
II
El primer beso de Jael, la puñalada
casi de amor y tinta,
en mi espalda, a pesar mío.
Jael y yo jugábamos,
pero el amor no pudo
sobrepasar los juegos.
Fue entonces aquel beso en la mejilla,
disonante y fugaz como aleteo de paloma,
misterioso como la sinceridad
y transparente.
Todo lo creí yo. Ella
todo lo rechazó con un certero
castigo por mis vértebras
de niño de siete años.
III
Jael desesperaba por ver
a una persona ajena a su misterio,
eclógica ansiedad
frente al espejo oscuro de ternezas.
No lo dudaba y lo evitaba
porque el amor debe llegar fortuito
para abarcar su corazón
de encaje azul de terciopelo.
Llora en secreto
viendo a la ventana (cinco de la tarde)
ella cree en el destino y sangra
en agonía sin dolor.