En la brisa de un otoño,
sentado en su noble banco,
bajo el cobijo de un chopo,
sumido en sus letras,
estaba el poeta y escritor de sueños…
A la orilla de su río,
con pluma de romántica tinta,
cantaba en susurros sus versos;
versos mojados con las dulces aguas de su Miño…
En su mirada, espejo de su alma,
cristales de soles reverberaban…
Todo su ser salpicaba en fuego de luces…
Todo su espíritu rumoreaba burbuja y corriente…
Era, tal vez, el mismo río
en hombre convertido...
Cerrando sus ojos,
acariciando al ocaso,
cuan trovador al crepúsculo invocando…
Arropaba a Febo para acunarlo,
cubriéndolo con negro terciopelo
en estelares diamantes bordado...
mientras le musitaba quedo,
en voz de arrullo lisonjero,
las nanas carmesíes de un rosado ocaso…
Y una vez dormido el Rey,
a hurtadillas y en silencio entraba
la cómplice noche llena de misterio
mientras el ángelus se escuchaba
con una Luna, concubina del Sol, encantada,
que le hace un guiño a un rapsoda
con el alma enamorada…
Juglar que en la noche serena,
ya con el sol dormido,
con su libreta y su pluma
a esa luna espiaba
desde la silente y callada ribera.
¡Ay, luna deslumbrante y pura,
que te quitas cada noche
tu más preciado vestido de gasa
¡Ay luna que plena te entregas
a las aguas del amante río,
aun a sabiendas que hay un poeta,
que al verte fundida con su mejor amigo,
con todo su ferviente corazón
por ti cada noche se desespera!