La inseguridad nos mata.
Le avisó una vecina,
que más abajo en el cerro
habían matado a un hombre.
Secándome las manos con un trapo,
salí a la puerta del rancho,
todos se quedaron mirándome,
mis ojos los interrogaban
pero nadie decía nada.
Mi corazón latía cada vez más fuerte,
a punto de caer desmayada,
con un terror recorriéndome
todo el cuerpo, grité:
Quién es?
Al unísono todos se apartaron
dejando un sitio vacío
por donde observé la trágica escena,
pude ver el cuerpo,
del cual se había ido la vida
en cada gota de sangre que lo cubría,
a su alrededor estaban
los comestibles que traía de la bodega.
Por un instante quedé petrificada…
¡Era el menor de mis hijos!
Desde ese momento
con aquella brutal verdad,
nublando mis sentidos
me abstraje en el silencio.
Dos días después,
de repente me encontré en el Cementerio,
frente a una tumba callada
con una cruz que tenía su nombre,
muchas personas del barrio estaban allí,
pero no recuerdo quienes eran.
Levanté la mirada de la tierra
que cubría los restos de mi muchacho,
vi a un hombre poniendo un cartelón,
en mi semianalfabetismo pude leer:
“Esto pasa en gobiernos blandengues,
cómplices de policías corruptos,
así matan los jóvenes en nuestros países”.
Levanté la mano en señal de agradecimiento
y él se quitó la gorra;
dos de sus hijos murieron en iguales condiciones.
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MIRIAM RINCÓN URDANETA.