Aquella noche lloré con ella.
Me acurruqué junto a su cuerpo, oculto bajo una gruesa capa de vergüenza; y la sentí, hasta las lágrimas. No sé cómo, no sé cuándo. Ni cuánto tiempo estuvimos así, abrazadas.
Las velas no se habían gastado; el fuego seguía vivo, más vivo aun en su corazón quemado.
De tanto en tanto la miraba, tratando de descifrar la espesa nube de pensamiento que inundaba su mente; pero los ojos cansados, envueltos en aquel llanto no me dejaban.
Y todavía resonaba en mi cabeza la extraña sinfonía de los amantes. La canción del “quiero y no puedo”; una nana para los sentimientos y las pasiones.
Sus labios, agrietados por la sequedad o la carencia de otros labios, le nombraron. Su pecho jadeante, balanceándose en punzadas de dolor y desesperación, le llamaba; le invitaba a volver y retomar su antiguo lugar; a salvo.
Pero al otro lado nadie respondió a sus llamadas, y el jadeo se hizo más profundo; y los labios más secos; y las lágrimas recortaban un rostro nuevo.
Y no tuve otro remedio que abrazarme a su vientre; dejar que se refugiara en mi piel y sentirla en carne viva.
Y quedó atrapada para siempre en mí, porque desde mis ojos ve todo lo que necesita ver; e incluso mis labios proyectan a la perfección sus palabras.
Aquella misma noche que lloré con ella la dejé sola y sin voz, muy dentro de mí, en mi piel; hasta las lágrimas…