Sus tristes ojos verdes con facilidad rompen
la densa niebla empeñada en confundirnos.
Son pupilas cinceladas a golpe del sinsabor
de saberse hechas de perecedera carne,
de sueños secuestrados
a los que otros ponen precio.
Luminarias a cuyo borde
se debe acercar con sigilo.
Son un precipicio
que contienen el misterio
de como burlar
el océano que nos rodea.
Simas circulares tan profundas
que sólo el más terrible de los silencios
puede ayudar a vislumbrar,
allá lejos,
un alma fascinante
que nadie se atreve a conquistar,
por lejanía quizá,
quizá por insondable.
Sus pequeños ojos reflejan mi imagen,
prueba definitiva de que existo
(nunca me he fiado de los espejos).
Es su extraña fuerza de coral
lo que hace de su triste mirada
un hilo invisible que,
una vez prendido en el corazón,
te arrastra poco a poco,
pero sin remisión,
hasta casi rozar
con la yema de los dedos
su abismo silencioso.