Tu cuerpo no es el mar aunque me inunde,
no son fuego tus ojos que me abrasan,
los efluvios de tu boca no son aire,
ni tierra, aunque me cubran, tus caricias.
Medimos este juego de la vida y de la muerte
que nos envuelve en su espiral de vértigo
y es más fuerte, mucho más, que nosotros.
Nos encontramos a su arbitrio despiadado,
somos briznas apenas, que el amor precipita
por el ciego torrente del dolor y la dicha.
La salida es encontrar la inclinación del viento,
ofrecerle nuestros cuerpos, ya fundidos
y aceptar el camino-huracán que nos arrastra.
No hay dirección ni punto de destino
para el fiero corcel sobre el que cabalgamos.
El deseo es la brújula y el único equipaje
que dispone de espacio y completa el cargamento.
En esta ausencia universal de apoyo,
sin espejo posible que nos dé dimensiones,
el impulso nos lleva, a golpe de temblor,
a gozar de nosotros. No hay razones por medio,
ni bálsamo, ni amparo que cubra nuestro pánico.
Se trata de una guerra de mundos encontrados
que no acepta otro pacto, ni arreglo, ni salida,
que rendir por completo el armamento
y cambiar los pertrechos de un bando al otro bando.
Desde la incertidumbre que precede al combate,
desnudos, temblorosos, doblegados,
sin más armas que el miedo entre las manos,
nos espera el camino, tantas veces soñado,
temido tantas veces, de vivir entre el fuego
del amor que crea al tiempo que nos mata.
¡Espléndida batalla!.
¡Única guerra que merece ser perdida!.