Tu belleza silvestre,
tu sencillez de rocio,
tu fragilidad vitrea,
y esa sonrisa subyugante
que emana de ti cuando,
para hacerme feliz,
celebras mis ingenuidades,
te hacen irradiar el aura de las santidades,
la inocencia de los niños
y la serenidad de los sabios antiguos.
Te deseaba y llegaste a la humilde covacha de mi vida ayer,
cuando ya el virus de la desesperanza
empezaba a carcomer,
con inaudita eficacia,
mi imaginación de poeta.
Sin embargo,
pareciera que me acompañas
desde hace milenios poéticos.
¡Ya no estoy solo!
¡Luz!