No hablemos de amor Vincent, hablemos de onomatopeyas caníbales, de pleonasmos deslizándose en la curvatura de tu hombro al caer rendido; o mejor, no digamos nada hasta que esto que nos persigue, deje de ser un animal herido.
Me diste en la clavícula con tu ociosidad heroica, te rindes a la fragilidad de mis relieves marcados por las extravagancias de mi Ninfa fértil, y me abres el tiempo cuando yo he pronunciado un segundo antes, mi muerte traslúcida al agitarse el relojero, sobre la marea de tu pelo.
Me prolongas Vincent, me prolongas en la humorada que estalla cual jinete extasiado en una batalla rendida. Vincent, soy tu guerra, tu guerrera, la emancipación de tu fiebre al transformarme en el objeto onírico, de una habitación agitándose en la genuflexión de una regla.
Me puedes con una palabra que en oídos de pudorosas, sabría a desacato de velas hipertrofiadas, por salmos exclamados en cuellos dormidos. Me puedes al tirar mi verbo en la toalla, con la que te secas tus otros amores, mientras sacas del champú, la penumbra aborrecida de un anonimato de nombres.
Odio saberme incompleta cuando me faltas tú en las extensiones de mis ausencias, odio que me persiga tu empatía en la silla de cualquier lugar donde no está tu mano, para desabrochar el desorden brotándome por el chasquido descarado al correrse tu cremallera. Entre el sonido de Yiruma, del claxon de un tropel de rutinas y una escoba planeando ejecuciones en suelos inocentes de minusvalía, mi mano es la tuya y se hace la onomatopeya equivalente a una pantera imaginando que el cuervo, es un dios cíclope.