Antonio Fernández López

AMANECE

 

 

 

   Amanece cantando,

viejo suspiro y aroma repetido.

Se anuncia el sol.

Tiembla el viento a lo lejos,

mientras el ojo penetra en la distancia. 

Cumbre y sueño se diluyen.

 

   Cada jornada derrama nueva historia

que se hace carne, figura, movimiento,

pesar y gozo entrelazados.

Un impulso infinito se desplaza

y multiplica su fuerza por millones

hasta poner la escena al descubierto.

 

   Los personajes toman posiciones,

Es bullicio, hervidero, celebración de fuente,

constancia del camino.

El espacio emite su reclamo,

quiere ser ocupado y grita al viento

para que cada pieza logre su presencia.

 

   Se instala el movimiento,

caja de música, 

a través de los cuerpos a millones

que justifican su vida desplazándose, 

pequeñas piezas que giran al compás

de esta oculta armonía silenciosa

que se llama vivir.

 

   Hay conciencia de topo en la negrura de la noche.

Siendo escala imprescindible del concierto,

se cubre con sordina, oculta su figura,

sólo pendiente de miradas hacia dentro.

Como un pudor, como un rubor de imagen,

cubre entero todo el ciclo de sombra.

 

 

El contrapunto alterno con la luz,

a lo lejos,

se percibe incipiente, equívoco, diverso.

Son instantes sin rostro, legañas de la tierra.

 

 

   Rompe el alba vigorosa, marcando vida propia.

Es el acorde más agudo, el torrente más sonoro.

Se yergue en pleno centro, inconfundible,

radiante luz que fabrica el camino.

 

   Todo en orden de nuevo, como cada mañana.

El viento ruge, llama.

Ilusionado, le responde el día.