Cuando los ojos, son vasos sin fondo desechable
Las hormigas se amontonan en la dona que ha dejado a un lado de la silleta en donde está sentada. Lee el libro “Mobic Dick” y al hacerlo, sus ojos son dos bolitas de cristales, moviéndose alternativamente entre las cenicientas maderas de un barco despegando hacia la elocución arrítmica de un destino sin velas.
Sus piernas bailan el ritmo nervioso de horas entumecidas en sus rodillas. Las abre y las cierra como boquita de pescado, y ahí está, asomándose esa criatura marina protegida por el almidón celestial de unas pantaletas finitas. El mínimo pasar de uñas, las destrozaría.
Me gusta mirarla, perdida en las sienes enfurecidas de escritores ebrios. Ella se agazapa en aquellos mundos, como musa salida de alguna página cansada de guardar tanta belleza de tinta. Es una letra misteriosa rodando en la vida con vestidos de tul y un bolso de hippie. El cabello es una madeja para colgar sueños y esperar con certeza, que salgan de ahí las golondrinas reanimadas de Bécquer.
Extrae de su bolso un tarrito pequeño. Sé lo que se viene. Es tan predecible como el horario nocturno de un adicto a la limpieza. Suenan las cuatro pm en el reloj de la catedral, y ella, oculta en la última silleta de un parque que mengua sus visitantes, conforme la ciudad se hace una reliquia para las metrópolis; toma en sus dedos un terrón de crema, y la unta de arriba abajo en sus piernas, con la certeza, de no ser vista por nadie. Pero, ella sabe, sabe que la miro escondida, detrás de una cortina transparente, desde mi dormitorio alquilado en una casucha para estudiantes llegados de pueblo. Alza su vista cada quince minutos, disimula relajar el cuello, lo acaricia con su mano, parece estar a punto de ahorcarse, dilata sus pupilas y aprieta sus dedos, más fuerte cuando sus retinas me atrapan en esos parajes misteriosos en los que se distorsionan la monotonía.
Ella leyendo, yo leyéndola a ella. La vida leyéndonos en líneas siameses de partes, retazos y deseos partidos en una misma manzana.
Al otro día, no llega sola. Se la ve agitada, su cara está cubierta por graznidos de cisnes pequeños y su boca parece un pétalo contrayéndose ante la fuerza irreductible de la lluvia. Él se acomoda en la silleta acostumbrada por mi mujer de los Cantares, toma con brusquedad del antebrazo de ella y la sienta en sus rodillas, para amordazarla enseguida con un beso. La boca de él es un murciélago cazando a una asustada mariposa. Mi mariposa, sorprendentemente, se transforma en una oruga con dientes. Su pecho es rumor de espuma en olas embravecidas; los pezones son plastilinas estirándose en las yemas de aquel extraño. Se coloca de rodillas frente a él, en un movimiento rápido extrae su miembro del pantalón y los dos son un torno girando sus moldes en sentido contrario.
No puedo dejar de ver, mis músculos no responden, siento la sangre fluir a cero grados. He sido todo este tiempo un cuadro captando el paisaje hedonista de otros seres.
Ella se baja, se voltea y me mira con la sutileza casi psicótica, de la firmeza sibilina de un roble talado. Es una flor carnívora, un gusano con alas, un árbol perfumado de hiedras.
La amo…
-Lulú- dice aquel sujeto perdiéndose en la lejanía de un olvido, enredado en la letanía, de su perturbador recuerdo.
Lulú, repite- dile a tu amiga que la próxima vez, intente disfrutarlo.
Lulú sonríe y camina lerdamente hasta perderse en nuestro pactado infortunio.