Hasta tu ausencia,
que fue fugaz si se compara con el tiempo
sin medida de nuestra compañía,
no estaba en capacidad fisica ni espiritual de cornprender
-iqué ingenuo!-
el valor de tu presencia como venero de mi vida, tan débil anímicamente como la espuma
que jugueteó con nosotros a la orilla
de ese mar azul que te sirvió de escenario
muchas veces para tu vocación pictórica.
Bastó, amor,
apenas un segundo de ausencia tuya
para creerme solitario poeta
al que nunca más arrullarían,
!oh, desolación!
la ternura de tus brazos y la dulzura de tu voz,
que al ausentarte tan fugazmente medí, ¡al fin!
en toda su inmensidad senhimental.
Fue suficiente que dejara de oirte
una fracción de segundo
para sentirme. ¡oh, desdichado poeta!
confinado al más horrendo ostracismo espiritual,
en un mundo extraño,
con seres absurdos cuyo lenguaje no podía entender,
que huían de mi presencia.
Dejo tan sólo de presumir tu cercanía,
a escasos pasos de la mía,
muy fugazmente,
para sentirme abandonado y
huérfano de amor.
No te oí en la brevedad del tiempo real,
diametralmente distinto al tiempo amoroso,
y me creí irremediablemente sordo,
inexorablemente ciego, inevitablemente
insensible y absurdamente privado de juicio.
¿Cuánto es, amor, un segundo de tiempo amoroso?
Un año de luz del tiempo real.
¿Comprendes entonces, alma mía,
cuán larga ha sido tu ausencia?