A Vladimir, quien me dio el argumento creativo.
Tú eras mi morador, otrora,
yo el tuyo.
Te esperaba destacándote de una multitud
y ensombreciéndola,
sin calidez extraña sino por tu prodigio presente.
Perseveré aún de los hombros cansados.
Avecinando el beso todos los días
y la costura de tu boca,
cuando estuviéramos cerca.
Sin años antes habernos visto,
tu mirada contenida de otro tiempo,
cuando savia tenías en lugar de sangre,
y cuando bestía, cuando puma, cuando mujer,
gacela;
te reconocería,
pues tú, hiciste miriñaque o esqueleto
y confiabas que un vestido, como piel,
nos hiciera la unidad que nos desesperó apartados, paralelamente.
Paralelamente, amor, paralelamente,
románticos el uno y el otro,
oxidando las manos en manos que nos desgastaron.
Vocablos desenamorados o hipócritas,
parte y parte, dijimos.
No nos descuidábamos,
nos atendíamos equidistantemente.
Tú eras una soledad sin vestigio.
Te hablé, hice enjambres en tu estatua,
de palabras como preciosidades que a diario te escribía.
Y qué dichoso el día, amor, sin muros,
en la calle que nos coincidía,
los ojos como avenidas
y los corazones apupilados
alegrísimos recibieron la ya fracturada quemadura,
hormigueros en el cuerpo,
mis dientes como alcantarillas
y la emoción como gusanos que salían,
palabras secas que no iban a repetir lo que los ojos decían.
Qué terror, ese día, ¡qué ternura!
Tus ropas de mi sed
y el título de tu desnudez
después
y mi nombre conociste
y deletrearse para saber cómo se había compuesto
hogaño
el nombre de la espera.