Pedro Verlaine

Coros para el anciano que se murió de niño

1

Lo primero es la muerte,

el cielo desolado y la aventura

por llevar las estrellas en el cuello.

Ya todo es el revés.

Ningún niño cantando en las iglesias

la canción de mi herida,

ningún rostro en las calles buscando al otro

ni el enlace aquejado

ni el occiso traidor por el que vivo

ni el polvo ni la niebla

ni nada entre las manos para cerrar el círculo.

Todos los puentes se desploman.

Todo el que sueña lo hace para huir.

 

2

Se acabaron los sueños.

Ya todo es falso y cierto al mismo tiempo,

lo que sigue es la tumba,

las flores en la cama y el pasillo

rodeado de cabezas y ojos

para la libertad de los esfinges.

Lucha de trémulos.

La sombra evaporándose y el aire

agitando las puertas y ventanas,

y nadie canta,

nadie escucha el cortante y rancio filo

de los cuchillos degollando a los cerdos

contra el alba.

Pero el silencio es fijo,

las campanas se aturden y los rostros

morados de las nubes saltan hacia vacío

a la espera del trueno.

¡Oh, inmaculado enema!

todo desecho gime igual entre su empaque;

inútil es ahora el retorno del fuego

y su cabeza espléndida en mis brazos.

Inútil el aroma y la intención

del niño que desea entrar al bosque

para jugar a solas

con todas sus feroces muertes sobre un árbol.

 

3

Y ante todo el ombligo, el dedo índice

apuntando el ombligo.

La ruptura coherente y censurada

del prepucio y la llaga hasta el origen:

el semen,

las pastillas, el retraso,

el lívido conducto asechando a la vida.

Y ahí está, el anciano, el niño

muerto jugando a solas

con todas sus feroces vidas sobre un árbol.