A mí me gustan las sombras que va pintando la Luna.
Tienen contorno de plata y una palidez de hechizo.
Se esconden tras otras sombras y juegan a no encontrarse.
Me gustan por ser noctámbulas, vagabundas, misteriosas,
las he visto en los burdeles vaciando copa tras copa
y enamorando a otras sombras de mujeres sin camino.
Pero son toda ternura, pasan por lo del niño que no se quiere dormir
y le cierran los ojitos con un rayito de luz,
cantándole muy bajito un dulcísimo arrorró.
Se acomodan en sus sillas transparentes en el fondo del jardín
y escuchan entusiasmada el concierto de los grillos,
para bañarse después en la fuente de los lirios con azules de rocío.
A mí me gustan las sombras que va pintando la Luna.
Acompañan a los gatos en trasnochadas salidas
y les encienden los bigotes para que sigan su senda.
Se confunden con las sombras descoloridas y tristes
de los faroles de enfrente y huyen de su pesadumbre
y de la barahúnda de los jóvenes fiesteros.
Buscan un fresco reparo en la placita del barrio
donde leen en voz queda un romántico poema.
A veces brillan debajo de los ciruelos dormidos
y otras llegan silenciosas y se meten en mi cama.
Allí es cuando buscan sueños, los eligen, clasifican,
y me los dejan en la almohada para que me envuelva en ellos.
Saben muy bien lo que escogen porque allí está esa mirada
por la que tanto suspiro y un rojo que va dejando besos
gusto a frambuesa y humedades de los bosques
por donde ella transita. ¡Cuántas veces desperté besando
yo su sonrisa! Hasta me dejan sus pasos por
veredas de hojarasca, un vuelo de sutileza de su pollerita al viento,
un aroma de jazmines y un violín hablando al cielo.
Y cuando llega la aurora, se van silbando bajito un tango de los ’40.
A mí me gustan las sombras que va pintando la Luna.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
(Fotografía de Silvia Calderón)