Anoche, ya muy tarde,
me dispuse a dormir.
Soñé...
Subía una interminable escalera.
Entré por una inmensa puerta.
Era un extraño lugar.
Caminé por él una gran distancia.
En el ambiente tremendamente frío,
se percibía una copiosa neblina.
Seguí caminando metros, metros...
No existían muebles.
Nada. Soledad.
Al llegar al final
del camino, divisé delante de mí
suspendidos en el aire
unos pies, uno sobre el otro.
Perforados por un largo
clavo oxidado.
Estaban ensangrentados.
Derramaban sangre
sobre un piso invisible.
Sobres ellos una acentuada
luz blanca en círculo.
En los costados de él,
pequeñas estrellas rojas
titilaban intermitentemente.
Detenido frente a estos pies,
me estremecí.
Todo mi cuerpo se contorsionaba,
y me puse a llorar desconsoladamente.
Llanto de angustia, dolor, compasión,
miedo y amor.
Presentía la presencia de Jesús
delante de mí.
Me acerqué a sus pies.
Los acaricié. Los besé.
Mi llanto continuaba.
Hablé a Jesús y llorando
le decía:
"¡Perdónanos! ¡Danos paz! ¡Perdónanos Señor!"
Lo repetí varias veces.
Estuve allí durante mucho tiempo,
llorando y repitiendo constantemente
las mismas palabras.
Después, la neblina se disipó totalmente.
Todo era luz.
Y comencé a divisar
que sobre esos pies
se formaba un cuerpo.
¡Era el cuerpo de Jesús crucificado!
Mi llanto cesó.
Mi cuerpo se aplacó.
Sentí en mi corazón una inmensa
e indescriptible paz.
Me arrodillé,
y mi llanto volvió a surgir.
Me erguí.
Los pies de Jesús estaban limpios, sin sangre.
Blancos. Hermosos.
Y mi sueño dejó de serlo.
Me desperté. Eran las ocho de la mañana.
Amanecí con lágrimas en los ojos.
( Todos los derechos reservados del autor(Hugo Emilio Ocanto - 10/02/2013)