Triste. Abatido, abandonado, rechazado y odiado. Llorando. Húmedas lágrimas caen sobre mis ojos, haciéndome daño y mojando mis mejillas, llenándolas de antiguos recuerdos en los que me veo afortunado, en los que soy un amargado y en los que quiebro el silencio con gemidos tristes que me hacen reflexionar sobre la razón de que siga viviendo en este mundo que absorbe todo lo bueno que soy capaz de crear, que no es tan bueno como desearía. Aún recuerdo esos días en los que era feliz. En los que una rosa roja significaba amor pasional, y no era una muestra de que las flores se marchitan. Aún recuerdo esos días frente a un papel, con una pluma, un lápiz o un bolígrafo en la mano. Recuerdo que, cual pintor, trazaba finas líneas que podían conmover a la gente, mas lo hacía en forma de palabras. Espiaba a cada persona sobre la que escribía para cerciorarme de su forma de ser, como si fuera un voyeur, porque la verdadera excitación la encontraba en las cosas tan bellas que no podían sino enamorarme. Cosas que hacían sentirme querido, observado y radiante, agradecido de poder hacer lo que quería hacer, que no era mucho. Recuerdo soñar con una persona. Esa persona me sonreía. Yo le cepillaba el pelo, le hablaba al oído, pero ya no lo hago. Ya no le hablo, ella no me habla, y para mí ella quiere decir vida. Se fue. Me siento traicionado. Traicionado por ti, por ella, por él, por mí. Furioso con el mundo, porque no sabe hacer una cosa bien, y lo que hace mal es perfecto a mis ojos. Enfadado por no poder distinguir entre amor y odio, entre alegría y tristeza, entre una verdad y una mentira. Recuerdo que yo lo era todo y nada en mi vida. Una sola persona que soñaba con hacer feliz a alguien usando su don para escribir. Una persona a la que todos aplaudían por saber hacer algo asombroso, pero una persona al fin y al cabo. Egoísta, despreciable, vanidosa y triste. Ignorante, pero al mismo tiempo consciente de que la facilidad que tenía para reflexionar sobre la vida y explicar todos y cada uno de sus misterios acabaría algún día, explotando en millones de pedazos más pequeños que el hueco que dejaban sus sentimientos a la razón y al pensamiento en el cerebro. Y todo lo que quería hacer, todas las personas a las que deseaba conocer, las maravillas que esperaba contemplar y los lugares que ansiaba visitar, son historia ahora mismo, porque me encerré en una bola de cristal que me mantiene preso. Recuerdo aquellos días de los cuales aprendí una única lección: debo guardar silencio si no quiero destrozarme los tímpanos con las palabras que abandonan mi boca, porque lo que digo duele muchísimo más que lo que oigo decir a las personas con el alma más corrupta. Porque lo que yo siento es más fuerte que la roca más dura y más desconocido que la oscuridad, más monstruoso que el infierno y más lamentable que cualquiera de las cosas que haya podido ver. Sencillamente, horripilante, indigno de ser visto y admirado. Mi vida es un frenesí, una acumulación de emociones que van directas hacia mí como una gran bola de nieve que, al caer por la montaña, recoge más desagradables sorpresas. Es como un rifle cargado de las más sinceras pero a la vez dolorosas sensaciones. Un rifle que dispara contra mí, que alcanza mis piernas y me deja cojo, que logra destrozarme los hombros haciéndome quedar manco de por vida. Un revólver con una sola bala escondida en el tambor y cinco probabilidades contra una de salir vivo. Aprieto el gatillo y la bala no sale, por lo que estoy a salvo, pero el saber que he estado a punto de morir me deja un trauma psicológico del cual tengo claro que no podré escapar jamás. Un trauma psicológico que me perseguirá eternamente hasta encontrarme, verter sobre mí una tonelada de sucios escombros y acabar con mi vida de la manera más cruel posible. Un trauma psicológico que mueve los hilos de mi vida como si yo fuese un simple títere, que me insulta sin parar reprochándome que no soy capaz de controlar mis sentimientos, de obedecer solamente a mis instintos. Y todo lo que yo quería, lo que quiero y lo que querré, ese minuto de silencio, ese instante de calma, nunca llega, sino que su lugar lo ocupa la desesperación más absoluta. No puedo más. No podré aguantar este dolor durante más tiempo. Recuerdo una noche fría y gélida en que me atreví a mirar las estrellas. Aquellas estrellas a las que juré que llegaría cuando todavía era un niño pequeño, un enano y un ufano soñador, cuando la mayor de mis ilusiones era ser una persona grande, famosa, fabulosa y admirada por todos. Recuerdo que aquella noche lloré, incluso siendo muchos años mayor que aquel zagal insensato que creía en el amor y la magia, porque supe que nunca visitaría ni una sola estrella de los trescientos mil trillones de astros que guarda el universo; porque supe que sería imposible viajar a la luna para una vulgar persona como yo, porque aprendí que las cosas fantásticas y maravillosas sólo están hechas para ser contempladas, leídas, utilizadas y veneradas por los más grandes y poderosos. Recuerdo la primera vez que me enamoré y la primera vez que me rompieron el corazón. Recuerdo a todas las personas a las que olvidé, y todos los momentos olvidados que pasé con ellas; cada palabra que aprendí, cada canción que compuse y cada verso que escribí; recuerdo cada sensación que recorrió mi piel, cada abrazo, cada beso, cada caricia, cada sentimiento y cada momento en el que no fui lo suficientemente fuerte como para sonreír.
Asier Olea
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