No probé en mi niñez biológica,
ese néctar de exqusita miel
que dan pródigamente los padres
adobado de amor
para enfrentar los rigores de la adultez.
Si probé, y mucha,
la hiel de la amargura,
la rigidez de una disciplina primitiva
que hirió mi débil cuerpo
y lanzó llamaradas de odio a mi mente,
con tanta hondura, que algunas noches,
a pesar de la distancia en el tiempo,
reaparecen en horribles pesadillas.
¡Cuánto sufrimiento, dama mía!
¡Tanto terror!
Los pocos libros que leí
en esa etapa convulsionada de mi vida,
que los poetas llaman Edad de de Oro,
pero que para mí fue de las cavernas,
se convirtieron en mi refugio,
en el escudo prodigioso no sólo
para tan desdichada circunstancia,
sino también como herramienta
de indudable eficacia
de cultivo académico,
con la que cumplí
mis sueños de niños campesino de siempre.
¡Cuán dulde eres!