En el límpido y diminuto arroyo que nutre de vivificante agua mi ignota y plácida covacha de sueños poéticos, has saciado tu sed, dama imaginaria, y has bañado tu impoluto cuerpo cual lo hiciera Eva en el jardín Edén, cual inocencia infantil, hasta que la serpiente la hizo pecar.
Nunca te he acompañado.
Ni nunca te acompañaré.
Porque ese riachuelo es sólo tuyo,
nutriente del jardín que me provee de las flores
que cuando me visitas te ofrendo generosamente
para que goces de su perfume,
y para que engalanes tus cabellos
de catarata ruidosa.
Allí se bañan en jolgorio los pajarillos.
¡Si los oyeras cantar su libertad!
Te conoce el arroyo, dama de exquisita ternura,
pues cuando vas a disfrutar de su don vivificador,
aunque esté escuálido, un no sé qué lo convierte en caudaloso,
en ágil, en abundante, en bullicioso.
Dichoso ese arroyo, mujer imaginaria,
que puede juguetear en todo tu cuerpo caprichosamente.