Tus menudos y delicados pies de princesa, amada, y los míos de labrador, rústicos y ordinarios, bailaron incesantemente con el melodioso canto de un turpial de ufano porte, sobre las frágiles uvas lilas y glaucas, recién cosechadas, para extraerles el dulce y generoso zumo que transmutamos en vino bienhechor el cual libamos, hasta embriagarnos amorosamente, como ofrenda de gratificación a la madre tierra, por ser tan generosa; al agua, por nutrir las vides durante todo el mirífico proceso de crecimiento, y al sol por darle la exacta maduración al fruto, final feliz de una esperanzadora jornada agrícola meses atrás.
Inexpertos como lo éramos, amada, en el arado de la tierra para someterla y arrancarle el prodigioso premio vital escondido en sus entrañas, sabíamos que con tenacidad ilímite, paciencia suprema y aprendizaje permanente podíamos domeñarla, amistarnos con ella, para así cosechar el fruto que luego, en festivo ritual, comimos y sorbimos golosamente hasta extasiarnos, calmadas ya nuestra sed y nuestra hambre.
Esta tierra, amada, escogida al azar para cultivar nuestras vides, no era ubérrima; sin embargo, la amorosa dedicación que le ofrendamos hizo el milagro de la abundante fructificación.