Éstige
y me pregunto si te importará saber
cuando mi cuerpo se haya vuelto carne
flotando sobre el río de residuos
que arrastran tiempo;
si me regalarás una perla
a cambio del solsticio que te he erigido
treinta veces.
Porque para cuando la luz nos vea
quizás mi sombra ya se haya diluído;
quizás no quede más que un trozo de banqueta
recordando unos ojos encima,
ahogados en pretextos,
yendo aquí, allá.
Y abrirás tus manos;
extenderás los brazos
con toda la incertidumbre
que transpira el aire,
envolviéndote, angustiándote, asfixiándote,
como lo hizo conmigo
la arena del reloj.
¿Y estaré?
Aún cuando no quiera, aún cuando ya no,
¿estaré?
Sólo un bonche de flores hablará por mí
después de que el frío me alcance;
con sus pétalos mostrarán el rumbo
hacia donde habré hecho polvo mi existencia,
ahí donde tú no podrás tocarme
ahí donde tu miel no podrá de nuevo
suplir mis ansias,
donde ni un orgasmo existe
si no por la mano de mi dios.
Hoy tu displicencia me hará libre:
apenas un óbolo me cuestan mis deudas.
Voy a ese sitio donde la esperanza viste
casulla negra.
Tal vez deba convertirme en árbol
que soporta arpías,
pero eso es eternamente preferible,
a cien años más en tu laguna.
Voy hacia él...
-¡Salve, oh, gran Erebo!-
al fin que no me queda más.
Z. Gómez