El primer amor endulza la piel con su veneno cristalino como una playa infestada de tiburones, que, de proa hacia el olvido, con el timón al azar, desgarran la carne...
De ahí en adelante, el amor es el cordel ajeno destinado a enmendar una herida que también comparte, que siempre, siempre, siempre permanecerá abierta.
Y no hay cura, no,
si el que presta el hilo se lo lleva.