Juventud y sensatez. Abocada al estudio y a sus amigas. Un orgullo para su familia. Modelo a seguir. Inexperta en otras lides.
Comenzó una relación con su mejor amigo. Los unían años de complicidad y mutua atracción. Compartían gustos, motivaciones, intereses, inquietudes.
Habían consensuado un buen equilibrio en la flamante convivencia. Ninguno perdería sus tiempos y espacios con las amistades, inclusive los fines de semana. Condición: epílogos de a dos. Plenos.
Ambos estaban encaminados. No tenían dificultades. Todo por delante.
Una mañana ella amaneció con síntomas. Signos que los transportaron a la misma suposición. Chequeo inmediato. Confirmación.
Ambivalencia constante por parte su ella. El, radiante. La situación lo elevaba. A ella la enmudeció.
Hasta hacía dos días todo era perfecto. Esa mañana había comenzado una pesadilla para la joven, a pesar del amor. Juntos tenían metas y proyectos. Se truncarían.
Mientras él se dormía ella lloraba, de espaldas. Miedo, angustia, incertidumbre. El, ignoraba el peso de la coyuntura, estaba feliz.
Cada mañana la llevaba a la Facultad. Ella argumentó que había quedado en desayunar con una amiga. Un “Hasta la noche, Amor”, y dobló la esquina.
Caminó dos cuadras y se sentó en un banco de una plaza. Otoño. Humedad. Día gris. Mente en blanco seguida por interrogantes que, inexorablemente, terminaban en dos alternativas.
Fijó la vista en un camino entre árboles añosos. El empedrado estaba cubierto por hojas amarillas, caídas por el viento. Estas se conjugaban con algunas más secas y vislumbró un toque de colorado de algunos pétalos raídos.
Se detuvo en esa estampa cromática. Consternada. Apurada. Tomaría una decisión propia. No la compartiría con nadie.
Comenzó a respirar entrecortadamente. Lágrimas. Miró la hojarasca a sus pies. Tomó una hoja seca y unos pétalos colorados. Como si cada uno tuviera un significado. Y emprendió su marcha hacia la Facultad.
En el camino colocó en su agenda la hoja dorada y dejó volar la hojilla roja….