En los inquietos bosques vibrantes de batidas,
por los jardines ebrios donde sube el jazmín,
sellando con el dedo sus quejidos callados,
vi venir hacia mí una legión de estatuas;
el mármol y el metal me tomaron la mano.
En los templos dorados donde sombríos ídolos
miran con sus ojos de zafiro hacia el mar,
un suspiro, como el escalofrío de una góndola, alargado,
alzaba en sus senos pesadas girándulas;
todas, con sus hermosos ojos amargos, me miraban.
En las simas de los montes, en los tajos de Carrara,
el mármol bruto bajo mi paso gritaba;
el jaspe, el ágata y los pórfidos raros
por el salvaje escultor al taller arrastrados,
la desesperanza de no ser me decían.
Sufrían de ignorar los nombres que tenían,
de no saber qué César o qué Rey pasivamente
serían sobre las puertas de Roma;
qué olvidado maestro en este infierno del hombre
como una afrenta al tiempo, en ellos, seguiría.
Marguerite Yourcenar