La derrota de la Muerte
La noche tiene un perfume de rareza, huele distinto a otros días;
el aire se carga de una energía eléctrica tensionante que molesta/incomoda/desagrada.
(rie…)
Es que allí sobre el techo de aquella catedral antigua
se frota las manos la criatura de impávido rostro y labios de hiel.
Sin dudas es ella, la que no le teme al tiempo porque lo puede controlar,
es la jueza de su tiempo y la del de los demás.
Así como quien no quiere la cosa
un día se levanta, chequea la Gran Agenda Universal, extiende el dedo,
señala a tres o cuatros y (zas o sas) los da de baja.
Desde aquel cielo la muerte se ríe porque se sabe temida. El temor ajeno
es su arrogancia. No hay nada más lindo que ver a tu próxima víctima temblando.
Hasta el más guapo empalidece cuando la tiene cerca.
Un sudor helado le recorrer la espina dorsal al guapo, siente que se desmaya,
que el suelo se afloja, que no aguanta.
Minuto después cuerpo al piso, los ojos se guarda para siempre,
la carne se enfría. Chau
(ríe…)
se sigue frotando las manos. Repugnante magnate del dolor de terceros
festeja cada lagrima de rimmel que rueda sobre la mejilla,
sobre la mejilla de esa vieja, ahora viuda y encima vieja,
¿qué va a hacer hoy que ya está vieja, doblada?
¿encima viuda?
Ah! ese es su placer; al marido de la viuda le cierran un cajón
de madera berreta sobre la nariz. El sol no le va a entrar ni un poquito
y la vieja se desgarra en llanto.
Pará que no termina
acá,
al marido de la vieja, vieja y viuda, lo hunden
en un poso de tierra reseca tan árida que ni los gusanos quieren estar.
La vieja llora, la muerte ríe.
Llora por el cuerpo de ese hombre con el que estuvo casada 30 años,
llora por la madera berreta del cajón, por la tierra que le tiran encima,
y un poco por los gusanos, que tampoco pueden vivir.
(rie?...)
ella se cree prepotente porque los va desalmando de a uno
a esa gente que cruza por la calle.
Desde la altura de la catedral mira un poco hacia allá, otro tanto
hacia acá, los marca, los señala, en días venideros se encargará de ellos.
Pero hoy a quién? A quién le dará las gracias por haber participado?
Gracias por haber participado. Pibe, jugaste a la raspadita y te tocó perder.
No tengo elección. Se sienta en la mesa sin esperar invitación.
Se quita esa capa negra que lleva siempre, se acomoda, me pide agua.
Pero no quiero jugar le digo, va, no tengo ganas.
Pibe jugaste a la raspadita y te tocó perder. Sentate.
Sobre la mesa despliega un tablero de ajedrez, color sangre y color hierro.
Pibe a vos te toca ser sangre a mí hierro. Mové, jugá. No me hagas las cosas difíciles
como ese Bergman, que quiso jugar con hierro en vez de jugar con sangre y se llevó una desgracia.
(no ríe…)
En aquella mortecina madrugada de mayo comenzó la partida.
Mis miembros empapados en coraje movieron cada pieza
con precisión quirúrgica, mis dedos eran bisturís que cortaban el tablero.
La voz no me tembló, con la garganta prendida fuego le grité: “Peón Cuatro Rey”.
La raspadita se dio vuelta, te tocó perder a vos le dije.
Tomó su capa,
bajamos por escalera, ella siempre detrás de mí con la cara hecha piedra
de amargura/bronca/desazón.
Abrí la puerta, salió sin saludar, sabiendo que había perdido mucho más que una partida de ajedrez.