TARDE DE ENERO
Hacia las cinco de la tarde finalizaba la siesta veraniega.
Algunas tardes, bajábamos hacia la playa donde permanecíamos hasta que el sol se ocultaba. Otras, planeábamos alguna salida, como ir a alguno de los tablados de carnaval, que se construían en diferentes barrios, o se realizaban visitas a familiares y vecinas del barrio, generalmente “comadres” o sea, madrinas.
El mate, tortas fritas, pasteles o tortas batidas eran infaltables entre conversaciones, risas, chillidos y carreras de niños que se entrecruzaban jugando, cuando no, alguna reyerta de hermanos.
El patio era el escenario obligado, sombreado por las parras y las glicinas que generosamente prodigaban su perfume inconfundible.
La madrina me invitaba para que lo refrescara, volcando agua con la manguera, mientras, ella barría las uvas y flores caídas, impidiendo así la invasión de las hormigas y las moscas.
Luego sacábamos la mesa de cármica y se disponía para planchar. Bajaba la caña con que levantaba el alambre con camisas, pantalones, uniformes de trabajo y las sábanas blancas con bordados que debían almidonarse y rociarse antes de planchar. ¡Qué trabajo! Lo recuerdo y pienso ¡qué bendición!, hoy las telas no requieren esa tarea.
Hasta en ello, la tecnología desplazó la mano de obra, ¡cuántas bordadoras y lavanderas quedaron sin trabajo!
Desde el comedor salía el largo cable que llegaba hasta la mesa; al costado, una silla iba recibiendo las prendas que se acumulaban, mientras escuchábamos música de la década de los 60, contagiosa, de letra fácil y alegre, que ambas tarareábamos.
Mi interés se volcaba en la lectura de revistas y las novelas de “Corín Tellado”, que compartía con ella, aunque no parecían adecuadas a mi edad, por tratar temas amorosos, constituían la “literatura” más accesible a través del intercambio entre las vecinas y salones de canje.
Hoy me parecen, tan inocentes comparándolas con las telenovelas que ven los niños y adolescentes.
Obtener el material de lectura para la tarde, era todo un trámite que se realizaba juntamente con las compras matutinas.
¡Qué felicidad cuando el fin de semana se compraban revistas nuevas! Lo evoco y me llega el olor inconfundible de la tinta y las imágenes multicolores.
A veces dejaba de leer y ponía la atención en los insectos que danzaban entre glicinas y uvas.
Avispas y mangangás entraban y salían de las cañas que sostenían el emparrado y que ellos mismos perforaban.
El zumbido del mangangá amarillo y negro era tan fuerte como el temor que me proporcionaba pensar en su picadura. Sin embargo un día me levanté y capturé dos, utilizando un mediomundo de pesca y los encerré, en un tarro de lata de polvo de hornear. Después lo acerqué al oído para escuchar cómo se agigantaba el zumbido, imaginándome el enojo de los insectos.
Mi impiedad de niña me impedía pensar, que estarían lastimándose al golpearse dentro del tarro oscuro. Luego, lentamente lo levanté, enfocando hacia adelante para retirar la tapa y ver cómo salían casi disparados, hacia la luz, recobrando así la libertad.
Al recordar ese episodio, me transporto hacia aquellas tardes de verano, tan plenas de vivencias, donde ser feliz se lograba con muy poco esfuerzo y sin dinero.