Otro buen día, amada, deseoso de aventuras, construí una debilucha barca, a la que le instalé unas frágiles velas, y sin brújula que orientara mi rumbo, ni conocimiento de las estrellas, me adentré en el azul del mar, tragándome de inmediato su inmensidad, cual lo hiciera la ballena con Jonás, el personaje bíblico.
¿Cuánto tiempo fui huésped asustado del océano? Nunca la supe, porque perdí el sentido de la temporalidad al tercer día de haber emprendido el alocado viaje, para el que no estaba preparado, y siendo un pescador inexperto y mal marinero, eché las redes donde no debí y, como lo dicta la lógica, nada, excepto ilusiones, logré substraerle al mar, que celebró con sus ondas cual caballos sin bridas, mi notoria torpeza, y rústica barcaza, evidentemente, apenas se alejó de la costa unas pocas millas, que yo cuantifiqué incalculables, por el tiempo, del que perdí su noción, que permanecí en las aguas oceánicas navegando en círculo, creyendo avanzar hacia su inmensidad para someterla y robarle sus secretos.
¡Qué ingenuo fui, amada, al emprender esta aventura marina que a ningún sitio desconocido me llevó y en la que sólo pesqué sueños!