COMPARTIENDO EL POSTRE
A eso de las nueve de la mañana, llegaba la camioneta del vendedor de hielo. Lo traía en bloques de forma prismática, de aproximadamente sesenta centímetros de largo y diez de ancho, envuelto en aserrín y diarios. Rápidamente se colocaban dentro de un mueble de madera forrado con corcho, donde se ponían las botellas de leche, agua y algún otro alimento de rápido consumo, porque sólo duraba hasta la mañana siguiente. Me parece oír la recomendación: “No deje abierta la puerta” ó “No deje la puerta abierta”. ¡No sé! Sólo recuerdo que era muy importante cerrarla bien, para que el hielo durara más.
Por eso en días de extremo calor y según las posibilidades de la familia, en la tarde se volvía a comprar, yendo a buscarlo a la fábrica, en bicicleta con una bolsa de arpillera, o se pedía por el teléfono de una vecina, para que lo trajeran en la camioneta de reparto. Especial tratamiento para el enfriado, era el que se utilizaba para la sandía. La elegida, calada y probada al pie del camión, o comprada en el almacén de la esquina .Se ubicaba en el rincón que se consideraba más fresco, de la cocina o el comedor, sobre una bolsa de arpillera y sobre ella, se colocaba la barra de hielo envuelta con diarios y otra bolsa. Así, el enfriado se producía no sólo por el contacto con el hielo, sino que también, por el agua que se escurría del bloque.
Después del almuerzo, una tajada crujiente era el postre más apetecido, para la mayoría de los integrantes de la familia. Al finalizar el mismo, se juntaban las cáscaras sobre la bandeja que antes ocupó la comida familiar. ¡Sin dudas que éstas serían muy bien recibidas en el gallinero!.
Mientras atravesaba el patio para llegar al gallinero, me anticipaba la escena; las plumíferas esperando la llegada del manjar. A medida que me acercaba al lugar, las veía juntarse en la puerta de tejido, levantar la cabeza, dejar de escarbar la tierra en busca de alguna semilla perdida o quizá algún gusano y amontonarse saltando por sobre las otras, ansiosas por recibir el alimento. Parecían transmitir gran contento ante mi aparición, o mejor dicho, la fuente cargada.
¡Cuánto poder ostentaba en ese momento! me placía hacerlas esperar, por lo que les tiraba una a una las cáscaras, y así las ocho o diez gallinas y el temible gallo de largas y brillantes plumas, picoteaban la que caía y levantaban la cabeza esperando la próxima.
El gallo me imponía respeto, por lo que nunca trasponía la puerta y les hacía llegar la comida, arrojándoselas desde arriba. Cuando veía huevos en el nido, trataba de alejarlo, tirando hacia el fondo del gallinero, algo que lo entretuviera, o lo espantaba con gritos. Rápidamente abría la puerta y les robaba los huevos, a veces calientes, señal de que recién los habían puesto. Me sentía triunfante y caminaba hacia la cocina llevándolos cuidadosamente como un preciado tesoro.
El gallinero estaba ubicado sobre la divisoria Sur, protegido por altos ligustros y paraísos. Tenía techada la parte de los ponederos y la escalerilla de descanso. El resto, a cielo abierto, luminoso y más espacioso, era el ámbito de la escena. Del lado Norte recibía la sombra de los frutales.
Algunas veces trepaba los árboles y recogía ciruelas o duraznos que llevaba a la cocina, dejando las picadas o muy maduras a las curiosas que esperaban la “lluvia” que les caía casi sorpresivamente. Pero nada les producía tanto regocijo como los caracoles que proliferaban entre los cartuchos, bajo la canilla que proveía el agua para el riego o el lavado de la ropa.
Era aquel ámbito siempre húmedo, el hábitat ideal para las lombrices que servían como carnada de pesca y de los caracoles. Los había de todos los tamaños, pequeñitos, apenas visibles y los grandes, de color claro aunque de distintas gamas de marrón. Éstos eran los que juntaba para ofrecerles a las aves del gallinero.
Recuerdo una tarde, en la que quizás por falta de otra actividad interesante, luego de recoger unos cuantos, mojé el patio y los dispuse sobre una línea, tal cual la marca de una salida de competición. Tal vez por escapar del sol, o siguiendo el olfato de las plantas, se pusieron en movimiento hacia el lugar donde vivían. Esta insólita carrera me entretuvo un tiempo, en el cual, mi tarea consistía en humedecer la pista, para que pudieran avanzar con más facilidad. Instintivamente replegaban el cuerpo en el caparazón, luego se ponían en movimiento. Los que abandonaban “la carrera” eran retirados y llevados al gallinero, donde se producía un verdadero festín, mientras que los que se acercaban al borde del patio, eran premiados y devueltos a las verdes y grandes hojas.
Recuerdo a la niña sin poder precisar la edad, quizás ocho o diez años y me conmuevo al pensar, con qué simplicidad se resolvía cómo pasar el tiempo libre; a veces, la sugerencia de un adulto, otras, la inventiva de los niños. Me veo tirándoles las cáscaras de la sandía, patalean, se dan picotones, corren emitiendo sonidos onomatopéyicos, me observan.
Muy pronto quedaron las cáscaras peladas y olvidadas.
El sol sobre mi espalda me hacía buscar el interior de la casa, donde seguramente encontraría algo para no aburrirme.