NOSTALGIAS Y AUSENCIAS
Siendo alumna liceal, con motivos de realizar una investigación, se nos encomendó como tarea, la construcción de nuestro árbol genealógico. Así comenzamos a averiguar en nuestra casa, y a construir aquello que para algunos, fue motivo de orgullo, porque consiguieron llegar varias generaciones atrás y para otros, de profunda decepción. En mi caso logré datos que me permitieron saber, con escasa precisión, el origen de los bisabuelos, todos ellos inmigrantes; canarios, vascos-franceses y genoveses.
Contaba con uno de los abuelos inmigrante español, del cual poco podíamos saber, ya que éste, se negaba a hablar del pasado, por producirle sensaciones dolorosas. No recuerdo cómo fue el paso de su madurez hacia la ancianidad, tengo la idea de haberlo conocido anciano, aunque sé, que no fue así.
El misterio envolvía a aquel ser taciturno que se paseaba por la habitación, haciendo que sus zapatillas de paño, emitieran sonido, mientras con el bastón, marcaba el ritmo de sus pasos. Lo único, que lo hacía un ser cercano a sus nietos era, cuando alrededor de la mesa del comedor se desarrollaban juegos como la lotería. Lo veo presidiendo la mesa dicharachando cada número, con su voz de acento español.
Allí hijos y nietos mancomunados, disfrutábamos alguna tarde de domingo, generalmente de invierno, mientras en la cocina hijas y nueras, preparaban el chocolate con vainilla que bebíamos acompañado de tortas, pasteles, pan casero con manteca o dulces, y las exquisitas tortas fritas, hechas en el momento, quizás por eso más apetecibles. ¡Y todo casero!
Sólo se puede explicar esta idílica realidad, en aquellos años en que los principales roles de la mujer era la de ser madre y ama de casa y, la televisión, la computadora y los juegos electrónicos no habían aparecido en escena.
¡Qué felices los que aún pueden vivirlos en este alocado devenir!
Los nietos disfrutábamos de diferente manera, según la edad e intereses. Algunos eran capaces de pasar la tarde jugando con el abuelo y tíos. Otros abandonábamos la mesa, y nos disponíamos a jugar o conversar entre primos, bajo la mirada sonriente y comentarios de las madres.
Esas reuniones familiares fueron propicias, para que mostraran las cualidades y aptitudes de cada una; como repostera, costurera, y hasta peluquera. La vanidad y el orgullo afloraban en los comentarios, en los cuales los hijos quedábamos expuestos al examen inquisitorio: “Vení fulanito…”, y el ser en cuestión, se acercaba obediente o salía corriendo, para no ser molestado.
Mientras tanto desde el comedor, llegaban las risas y comentarios que producían las trampitas, que realizaba el abuelo, al cantar los números de las bolillas. Para hacerlo más entretenido, comenzábamos con unas monedas de respaldo y lógicamente había ganadores y perdedores, que determinaban, que pudieran continuar o abandonar el juego. En los días en que la concurrencia era menor, la lotería se cambiaba por otros juegos de cartas, como la conga y el truco. Existía otro, que se realizaba con una especie de ruleta del que nunca participé. El abuelo era quien daba por finalizado el juego, tal vez sus piernas necesitaban el paseo por la vereda, antes de retirarse a su dormitorio, donde escuchaba radio hasta que llegara el sueño.
Cuando el calor nos invitaba a ir a la playa, nos retirábamos luego del almuerzo, que consistía generalmente, en pastas caseras, con sabrosos tucos, costumbre y práctica que fuimos heredando. La siesta reparadora para los mayores, era el requisito previo, para luego llevarnos a la playa.
Al llegar el momento de la despedida, la tía soltera que vivía con los abuelos, invitaba a alguna de las sobrinas para que se quedara, y así, ella tener con quien salir a pasear, porque era muy mal mirado, el salir sola y al abuelo le producía disgusto.
Generalmente se quedaba una de mis hermanas menores, que logró a través de su ingenuidad, conocer un poquito más de la historia del abuelo. Lo que no lograron sus hijos, por su exacerbado sentido del respeto y temor ante el enojo, o para evitarle que se sintiera mal. A través de ella nos fuimos enterando, de que anduvo deambulando por los campos de su provincia, (Burgos), luego de haber perdido parte de su familia en la guerra. Debió buscar para alimentarse donde antes se criaban aves o cerdos, y al encontrar algo semienterrado, limpiarlo y comerlo. Durmió sobre el suelo desnudo sin más abrigo que lo puesto, y llegando a las ciudades, buscó el trabajo que no encontró. Sin familia, ni dinero, muy joven, menos de 20 años, junto a un amigo deciden subir a un barco como polizonte, rumbo a América. Le contó, que después de unos días, fueron descubiertos, y que los amenazaron con botarlos al mar. Después les destinaron tareas para que cubrieran el pasaje. No obstante pasaron hambre y frío, además de que tuvieron que compartir el lugar de dormir, con la humedad y las ratas que anidaban en el barco. Llegado a este punto, su voz se apagó y no quiso que le hiciera más preguntas.
De su vida junto a sus padres, decía, que eran campesinos y que vivían rodeados de montañas. No tenía certeza de cuál había sido la suerte de dos hermanas, pero más tarde, pudo enterarse de que habrían inmigrado a Paraguay.
Por los escasos conocimientos que poseo sobre su persona, fundamentalmente su dolorosa historia, hacen que pueda comprender algo más, su manera de ser.
El silencio en el que se sumergía cuando se sentaba en el sillón vienés, seguramente lo llevaba a aquellos días donde quizás, la figura y la voz de sus padres y hermanos, no estén apagados; y la maldita guerra no se los haya llevado. Quizás esté abriendo el surco junto a su padre, ordeñando la vaca, recogiendo y desgranando el maíz para alimentar a las aves, o tal vez, corra e inunde sus ojos, con los hermosos paisajes de su tierra natal o espere recibir el pan caliente de las manos de su madre.
Crió una familia de cuatro varones y cuatro mujeres, en una chacra cercana a la ciudad. El abuelo completaba sus ingresos con la ocupación de cochero, en la que hacía participar a sus hijos, a través del cuidado de los caballos, la limpieza y mantenimiento de los bronces y cueros, hasta que éstos obtenían la edad para emplearse, y las hijas formaran su familia.
Esta situación se ve modificada, cuando la edad le impide realizar estos trabajos, y se traslada a la ciudad.
De la abuela sólo sé, que sus progenitores eran, italianos, calabreses y genoveses. Quizás por la diferencia del idioma, o por haber fallecido jóvenes, se conoce muy poco de ellos. Era un ser de agradable sonrisa, ojos azules como el cielo, y cabellos como el algodón. A pesar de poseer una discreta conversación, recuerdo una muletilla que nos causaba gracia: “seguro” y extendía la u.
Tal vez el hecho de ser ambos fruto de inmigraciones, les hacía poseer el espíritu abierto hacia algunos seres, ante los cuales, otros se mostraban recelosos, como ocurre aún, hoy.
Su casa estaba frente a un terreno baldío, que servía a diferentes usos: canchita de fútbol para los gurises del barrio y amigos, lugar de asentamiento de algún circo o parque de diversiones, campamento de gitanos. Frente a este terreno había una placita que servía de lugar de encuentros y esparcimiento, bajo los altos pinos que la poblaban. Fue allí donde mi hermana obtuvo sus relatos. Rodeando el baldío, un cerco de ligustros determinaba los límites entre el terreno vacío y la vereda.
Lógicamente que quienes llegaban esporádicamente allí, requerían de algunos servicios esenciales, como agua y electricidad. Ésta la generaban o solucionaban a través del servicio público. En cuanto al agua, se proveían desde una canilla, que estaba en el patio de la casa. Este hecho hacía que los tíos especialmente, adujeran de los peligros a los que se exponían. El abuelo entonces, con un gesto, los interrumpía y decía: “¡Deja! ¡Deja, muchacho!”
Pudiera ser que el recuerdo de las vicisitudes pasadas, le hicieran ser solidario frente a estos nómades de la vida, o tal vez, lo hacía porque recibía entradas para los espectáculos, o quizás porque temía, la reacción de las gitanas. ¡Vaya a saber!. Por uno u otro motivo, se creaba un vínculo con estos seres especiales y, así aprendimos a verlos como personas y a quitarles el aderezo popular, que agregan aquellos prejuiciosos.
Las “temibles gitanas”; sus niños jugaban con nosotros, hacían trenzas con piolas y enhebraban cuentas de vidrio para hacer collares y pulseras, que nosotras admirábamos y por qué no, envidiábamos. Claro que las adultas eran hábiles, para conseguir elementos como jabón, azúcar, velas, y dinero, mediante, la adivinación; siempre que encontraran a alguien dispuesto, a oír sus premoniciones. Iniciaban su affaire con la consabida frase: “¡comadre!, te adivino la suerte” y las interpeladas, respondían de diferentes maneras: mezcla de curiosidad y miedo, nervios y risas. Algunas se acercaban, otras desviaban la mirada y trataban de alejarse.
Sus coloridas vestimentas, la rapidez con que levantaban sus carpas, los vehículos en que se trasladaban las familias, todo era motivo de curiosidad para el vecindario y personas de otros lugares de la ciudad, que, impúdicamente se ubicaban a presenciar los movimientos de la “tribu”.
En ocasiones se molestaban y mirando a los curiosos, proferían algunas palabras en su idioma, que causaban cierto temor y el alejamiento del lugar. Cuando se habían instalado, visitaban a los vecinos para solicitar el agua, y ofrecer elementos como las clásicas sartenes, y ollas de latón o cobre; sábanas y telas para confeccionar trajes; según decían, traídas de España. Sin saberlo conseguían atrapar el interés del abuelo, que en alguna ocasión les compró, para mandar a hacer pantalones.
Estas visitas fueron algunas veces repetidas, lo que facilitaba la relación entre los vecinos que perdían su desconfianza. En el caso de los circos y parques, la situación era algo diferente. Estos sí que nos atraían, con los juegos y espectáculos. CONTINÚA.