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Relato: Verguenza

VERGÜENZA

A mediados de la década del 50 nuestro país vivía lo que comúnmente se conoció como, “la época de las vacas gordas”. Las fábricas estaban en auge y los obreros, con mucho esfuerzo, lograban adquirir un terreno para levantar su casa con la ayuda de algún familiar o amigo entendido, además de la propia familia, mujer e hijos. Se ofrecían terrenos de menor precio en zonas periféricas, donde se proyectaba construir un nuevo barrio.

En la construcción de la casa participaban todos los integrantes de la familia, cada cual según sus posibilidades, acarreaba el ladrillo, la arena, el agua. Por eso esas casas, cuentan para sus propietarios además del valor económico, con el aditivo del afecto, por el esfuerzo impreso en ellas. No es fácil comprender por quienes no han tenido esa experiencia, el por qué es tan doloroso venderlas, o dejarlas por alguna circunstancia de la vida. La mayoría de ellas cuenta con un terreno donde, cada quien según su libre albedrío, destina para que jueguen los niños y el perro, un lugar para depositar basura, o la huerta familiar.

En la casa que construyeron mis padres, éste se dedicó a través del tiempo a la huerta, cría de aves, árboles frutales, como algún duraznero, naranjo, limonero y otros. Lo que no tuvo aceptación por parte de mi padre, fueron las flores, por no considerarlas útiles y sólo nos permitía cultivarlas al frente, donde corrían diferentes riesgos. Me es casi imposible imaginar cuánta productividad tenía el escaso terreno, y qué importante fue para la economía familiar. Tampoco servía para tener mascotas, porque éstas producirían daños en la huerta.

Quizá en mis padres como en tantos otros, estaba de manifiesto el espíritu heredado de sus antepasados inmigrantes y haber transcurrido su niñez en el medio rural; amantes de la tierra y conocedores de las técnicas agrícolas. No tengo duda de que además animaba en ellos, el impulso para lograr superar la calidad de vida de la familia, mejorando la alimentación.

No conocían el descanso, que no llegaba, hasta que habían logrado sus propósitos.

Para mi padre la jornada no finalizaba luego de las ocho horas en la fábrica. Al regresar tomaba un descanso y luego ponía sus energías en alguna tarea doméstica, que seguramente apoyaba mi madre.

Tanto quitar la maleza, regar, fumigar, arreglar un par de zapatos comprando la suela, cemento y clavos; arreglar la bicicleta y colaborar con las tareas escolares y liceales: calcar un mapa, construir oraciones, recortar y pegar, resolver un problema, o construir un dodecaedro, a pesar de contar con  escasos conocimientos de la educación primaria.

¡De ninguna manera iríamos sin la tarea realizada!

Igualmente, nuestra madre era quien confeccionaba la mayor parte de nuestra vestimenta y de todo aquello que pudiera hacer. Regateaba el precio de bolsas de azúcar construidas de algodón, escritas con tinta de color rojo o verde, y a fuerza de jabón, sol e hipoclorito, las blanqueaba para transformarlas con puntillas y bordados sencillos, en toallas, repasadores, manteles y servilletas y hasta en alguna ocasión, ropa para dormir. En cuanto a los vestidos y otras prendas, compraban telas por metros, lo que significaba que luego vestiríamos como réplicas, aunque en distintos tamaños. Al pasar el tiempo este hecho hizo, que alguna vez, sintiéramos vergüenza ante el comentario: “las tres patitos”, al vernos vestir salidas de baño de color amarillo.

En épocas que se preparaba la tierra para realizar los almácigos, generalmente previo a la Semana Santa, hoy de Turismo, era necesario agregarle un poco de abono animal, así que antes del atardecer, cuando fuésemos a comprar la leche al tambo distante aproximadamente cuatro cuadras, llevaríamos la carretilla, la pala y una bolsa de arpillera para recoger el abono necesario. Lo cierto es que todos los días, cruzábamos por sobre el alambrado y acortábamos el camino, mientras corríamos por el campo, espantando alguna vaca, o alertando a los teros que volaban y gritaban tratando de alejarnos, pero al llevar la carretilla, se hacía un poco más largo el camino y debíamos rodear el campo y entrar por una cimbra.

Aquel día sábado por la tarde, significaría para mí un día fatídico, en el que la vergüenza se ubicó en mi corazón, e hizo que deseara que el fin de semana no pasara jamás y que no llegara el lunes, para no concurrir a clases. Así evitaría la mirada del profesor que nos cruzó en su automóvil y tocara la bocina, con lo cual era evidente su reconocimiento. ¡Ojalá no me diga nada! Era mi pensamiento. ¡Qué vergüenza iba a pasar frente a mis compañeros de clase que vivían en la ciudad! Ese pensamiento me hizo sentir muy mal, humillada por la situación.

Inevitablemente transcurrieron los días y llegó el momento de la clase con el profesor, que al pasar la lista y llegar a mi nombre, sólo levanta la vista y me dice: “¡Qué lindos hermanitos tiene!” No contesté nada, sentí cómo me sonrojaba y en silencio le agradecí por no hacer más comentarios. En mi interior surgieron otros pensamientos: “No se dio cuenta”, “¡Qué suerte que no me dijo nada de la carretilla!” La vergüenza que me produjo el hecho de llevar la carretilla al cruzar la carretera, y aquel inesperado encuentro, se fue disipando, pero nunca olvidé lo mal que me sentí aquel fin de semana.

Mi familia no se enteró de lo que me ocurría, pensaba que si les dijera lo que sentía, quizás no lo hubieran comprendido, se hubieran enojado o reído. Más tarde revaloricé el hecho y la vergüenza se transformó en un sentimiento gratificante: “¡Cuánto me había divertido llevando a mi hermano en la carretilla!” Acaso, ¿si no hubiera participado de la recolección del abono, habría conocido los distintos insectos y escarabajos que viven, bajo el estiércol vacuno? ¡Seguramente que no!, me permitía adquirir conocimientos frente a mis compañeros, así que comencé a buscarlos y llevarlos a clase, para preguntarle al profesor cómo se llamaban, y contribuir a armar la colección didáctica.

A partir de allí, cuando iba a comprar la leche, llevaba donde transportar algún espécimen que pudiera capturar.

De esos días me quedó una imagen, por la que aún no he encontrado la respuesta. En la parte alta del campo que caía hacia el este, molles y espinillos daban sombra, que utilizábamos para dejar el tarro lechero, mientras jugábamos un rato, antes de regresar. Un día al acercarnos para dejar el recipiente, vimos algo que nos paralizó. Desde un árbol, se desplazaba hacia otro distante unos dos metros, una masa oscura, semibrillante, de aproximadamente quince centímetros de ancho, que entraba por un hueco, a uno de ellos. En el primer momento retrocedimos, luego, observando con atención, vimos que no era lo que habíamos pensado, sino que más bien, parecían grandes babosas que se desplazaban, unas sobre las otras, como si fueran un todo.

Uno y otro día acudimos al lugar esperando la repetición del fenómeno, hecho que no volvimos a presenciar y, que cada vez que lo comento, recibo la vaga respuesta: “pudo ser una migración de orugas”.

Por algunas de estas cuestiones y quizás otras más, aquella “vergüenza”, no significaría nada ante la riqueza y multiplicidad de  experiencias y conocimientos que pude vivenciar junto a mis hermanos y otros chicos del barrio, en aquellos atardeceres.