Alegres caras... tristes caras.
¡Ha muerto el rey! ¡El rey ha muerto!
El fúnebre cortejo,
en hombros de quienes le sostuvieron
y ayudaron a construir su imperio,
se encamina al último refugio.
Invisibles, la ira y el dolor
de tantos asalariados que brindaron
su vida, su salud y sus desvelos
para elevar su trono enriquecido,
le acompañan en protesta muda.
Corvas espaldas, tez ajada,
miopes ojos, callosas manos,
famélicos esqueletos y cabezas canas,
quedaron como estela de sus pasos
que sembraron de dolor sus sendas.
En su tumba de flores un ramo,
no de azucenas, ni de rosas,
sino de hambre, pobreza y llanto
de obreros, jornaleros y empleados,
inerme queda sobre la loza fría
marchitándose al sol y al viento.
Y como esquela, en lágrimas grabado,
un sufragio en indeleble estigma,
gravado queda por la ignorancia
y la miseria en que sumió a su gente ...
Bogotá, 1975