Cuando veo a los niños
jugar en los parques
como ángeles tiernos,
un temor horrendo
taladra mi alma.
Y junto a la fuente,
contemplando el cielo,
invoqué al buen Dios
con gran humildad:
-Dios espiritual,
omnímodo y sabio,
¡qué tierna la infancia¡
¡qué frágil¡ ¡qué ingenua¡
prolonga sus juegos
infinitamente,
hasta que sus mentes,
ya recias y libres,
la copa del mal,
orgullosamente,
muy lejos, muy lejos,
puedan arrojar;
hasta que sus cuerpos
de bronce se tornen,
para que llagadas
sus carnes no sean
y las zarzas viles
del negro camino,
rotas las sandalias,
nos hieran sus pies;
hasta que sus labios
insensibles sean
a las tentaciones
del beso traidor;
hasta que comprendan,
en su plenitud,
el rol que ya adultos
habrán de jugar
en la vida llena
de calamidades,
y esclavos no sean
de la ineptitud;
hasta que sus ojos
se extasíen mirando
todo el esplendor
de la edad dorada;
hasta que se rindan
en el lecho suave
de duendes amigos
y admirables hadas.
¿Lo harás, ¡oh, buen Dios?